26 de octubre de 2006

Carlos Guido y Spano

Buenos Aires, 1827

Ese viernes no fue un día más en el hogar de la honorable familia Guido. Los transeúntes de la aledaña Plaza de la Victoria se habrán sorprendido gratamente al escuchar los gritos y llantos de alegría que provenían de la casa. Puertas adentro, el sincero y desbordante alborozo de los esclavos negros brotaba como un manantial al escuchar los primeros berrinches del recién nacido. Ese sofocante enero de 1827, el matrimonio compuesto por el General de Brigada Don Tomás Guido y Doña María del Pilar Spano recibía en su seno a Carlos, el cuarto de sus hijos. El recien llegado debería compartir el generoso afecto de sus padres con sus hermanos José Tomás, Daniel, y Pilar. Años mas adelante, llegaría Eduardo, que sería el último hijo de una de las parejas mas distinguidas de la antigua Buenos Aires.

Primeros pasos

Absolutamente ajeno a los espasmos de las constantes convulsiones sociales y políticas de aquel Buenos Aires del siglo XIX, el pequeño creció en un cálido ambiente familiar que le dio contención y afecto permanente. Bajo la protección e inseparable guía de sus hermanos mayores comenzó a reconocer una a una las desparejas calles de tierra que recorrían la pequeña villa. Su atrevida curiosidad lo llevó a convertirse rápidamente en un niño “ladino y travieso”. Orgulloso conocedor del lugar “donde se encontraban en los cercos de los arrabales los mejores huevos de gallo”, el pequeño diablo era “la pesadilla del viejo vizcaíno que cuidaba la quinta de la familia, quien a pesar de su tenaz vigilancia, jamás pudo presentar a su padre ni una breva, ni un durazno maduros”. El terco paso de los años lo alejó de los juegos infantiles de entonces, donde “nadie le ganaba a la rayuela, a la pelota y a los cocos”, para ponerlo bajo la áspera tutela del Sargento Rojas, riojano fiel ayudante de don Tomás, quién lo introdujo en los insondables secretos del “juego de la taba” y le enseño andar a caballo como Dios manda.

Rojo punzó

Hacia 1840, en una ciudad teñida por el rojo punzó que distinguía a quienes apoyaban, por convicción, conveniencia o miedo, al gobierno del Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas, el adolescente Carlos comenzaba tímidamente a interpretar la turbulenta realidad del lugar donde había nacido. Su padre, funcionario de primera línea del partido gobernante, había viajado tiempo atrás hacia Río de Janeiro como ministro plenipotenciario ante el Imperio del Brasil, acompañado por José Tomás y Daniel, sus hijos mayores. “Queriendo apartarlos del foco ardiente de las pasiones, de que era entonces Buenos Aires la encendida hornaza”, Tomás Guido llamó a su lado al resto de la familia. Carlos Guido y Spano se alejaría de su ciudad natal por largos años, perdiendo la oportunidad de ser testigo presencial de una de las épocas mas controvertidas en la corta historia de lo que hoy conocemos como República Argentina.

Nuevas experiencias

El inquieto adolescente, “en compañía de su madre”, se adentró en las marrones y escasamente profundas aguas del Río de la Plata montado en un carretón de enormes ruedas tirado por cuatro bueyes bien alimentados. Al llegar a la pequeña barcaza que los aguardaba lejos de la costa, acomodaron los baúles sobre la descuidada cubierta y se dispusieron a atravesar la distancia que los separaba de la nave que los llevaría a su destino final. Era una tormenta de nuevas experiencias para nuestro viajero. Los ojos del adolescente se agrandaban a medida que la gabarra se acercaba a la imponente fragata de guerra francesa “Glorie” que los llevaría a las lejanas y desconocidas tierras tropicales. El joven Carlos vería por primera vez aquel mar azul que fielmente describiría en el otoño de su vida: "Gran espejo de la naturaleza le dije, te saco tres veces el sombrero; sólo tus aguas, aun después de haberse bañado en ellas el sol desde el principio del mundo, serían capaces de lavar las inmundicias de la tierra sumergiéndola. Eres un elemento más limpio y más decente; sigue criando eternamente tus pecados; muge, brama, rabia cuanto quieras, y no bañes sino las costas, en donde el hombre pueda mirarte cara a cara sin avergonzarse de sí mismo".

El paraíso tropical

Río de Janeiro. La belleza indescriptible de la ciudad y sus alrededores fue demasiado para la indómita juventud del hombrecito del Plata. “Dios ha prodigado allí sus maravillas: la tierra es un altar, el cielo el cimborrio resplandeciente del templo en cuyos ámbitos se adora a la divinidad que todo en torno glorifica; y despertado en el alma el sentimiento de lo sublime, el hombre encuéntrase pequeño, confundiéndose luego sin esfuerzo en la armonía universal”. El andar de sus días de adolescente se consumía entre los paseos por las “agrestes montañas” y las “islas pintorescas” de aquella ciudad extraña, mitad poblado, mitad selva, radicalmente opuesta en todos sus matices a la polvorienta y paupérrima Buenos Aires de sus primeros años. La privilegiada posición social de su familia le abría también las puertas de la alta sociedad carioca, disfrutando de las tertulias y bailes organizados en el salón que su amada madre tenía siempre preparado para ese menester. Bajo el influjo de una urbe tan seductora, se dejó arrastrar por “la necesidad imperiosa de idolatrar a todas las mujeres” y dio amplia satisfacción a “la exhuberancia de sentimientos y de savia que sentía bajo aquel clima ardiente”.

El Bloqueo Anglo-Francés

Hacia 1846, las noticias que llegaban desde Buenos Aires no eran las mejores. Como en cada uno de los días en que Rosas estuvo en el poder, sus feroces enemigos internos y externos, se turnaban para combatirlo de todos los modos que les fuera posible. Los intelectuales exiliados hacían uso y mal uso de la prensa para denostarlo públicamente, cometiendo el imperdonable pecado de unirse a extranjeros para combatir al “tirano”. Las provincias del interior afectadas por el rígido puño con que Buenos Aires ahogaba la navegación de los ríos interiores eran capaces aliarse con el diablo con tal de desbancar al “Restaurador de las Leyes”. Y por si fuera poco, las grandes potencias de la época, Inglaterra y Francia, se negaban a admitir que un “gaucho inculto” pretendiera negociar con sus encopetados diplomáticos en pie de igualdad. “Creyéndola amenazada de un ataque inminente por las armas francesas, el apenas adolescente corrió a tomar un fusil”. En su arribo a Buenos Aires, observó indignado como las aguas del Río de la Plata estaban infestadas de barcos ingleses y franceses que intentaban bloquear el comercio de la pequeña ciudad. Pero no fue más que un arranque impetuoso de la juventud. Al poco tiempo, “desvanecido el peligro”, retornó a disfrutar de los placeres de la bellísima Río de Janeiro.

Primeros escritos

“Los meses, los años deslizábanse”. Dedicaba sus ratos de ocio a una ávida lectura, costumbre que traía desde sus días de infante en Buenos Aires, y a escribir “sus primeros versos, los más puros acaso, que pasaban como pasan las alondras en los valles, sin dejar ni un eco ni un recuerdo”. El joven no se amilanaba ante la mirada desconfiada de Don Tomás que hubiese deseado verlo “mas estudioso de las ciencias exactas y de útil aplicación”, pero “tenía el en su madre a una defensora entusiasta”. Su padre solía lamentarse encogiéndose de hombros al ver “sus gustos de trovador novel y su amor por las rimas, lujo de la literatura propio de los tiempos bonacibles”. Pero la “nobleza y benignidad” de su admirado progenitor aventaban rápidamente esas “nubecillas pasajeras”. Un profundo sentimiento de gratitud y cariño iba construyéndose día a día entre ellos. Ni siquiera el helado soplo de la muerte podría apagar esa llama vivaz que flamearía eterna.

La tragedia

Pero no todos serían buenos momentos en la vida de Carlos. “Alarmantes noticias de su hermano Daniel, dignísimo joven que había ido a estudiar la medicina a Francia”, llegaron desde el otro lado del Atlántico. El hermano menor “atravesaría el océano en un barco de vela, experimentando en el tránsito imponentes borrascas”. A los 20 años, en la soledad de París, Carlos conoció súbitamente la cara de la desprotección y desamparo. “Llegado apenas, en noche aciaga, supo de la trágica muerte de Daniel, acaecida en un bosque”. Había fallecido batiéndose a duelo. Ni siquiera pudo despedir a su amado hermano, al que años más tarde homenajearía bautizando con su “dulce nombre” a uno de sus hijos. “Encontrándose solo, derramó cuantas lágrimas tenía”, sintiendo por primera vez en carne propia la cruel y filosa guadaña del destino.

Francia y las barricadas

Recuperado del devastador golpe, salió a las convulsionadas calles de París a ver “pasear en el delirio de su efímero triunfo la revolución democrática”. Una revuelta encabezada por las clases postergadas de la sociedad había forzado la abdicación del Rey Luis Felipe I y promulgado la creación de la Segunda República, con la lógica consecuencia de importantes cambios políticos y sociales que pronto se extenderían a otras ciudades europeas en lo que se conoció como “La primavera de los pueblos”. Observando las barricadas levantadas en las calles, veía asombrado como “cada hora tras un acontecimiento, una sorpresa, una aberración, un retroceso o una nueva conquista sobre el régimen que estrepitosamente se derrumba. Nadie sabe a dónde le arrastra la vorágine. Se centuplica la potencia vital: el pensamiento es acción, la acción es fiebre. Imposible permanecer tranquilo cuando por doquier te solicitan el ruido de la calle, la palabra de los tribunos, los estímulos de las aspiraciones populares”. Entremezclado entre los revolucionarios, proclamó a viva voz la naciente República transformándose en un “propagandista ferviente aunque desconocido de la doctrina liberal”. Su vida era un frenético recorrido desde el “hotel a la taberna, de la taberna a la Sorbona, de la Sorbona a oír disparatar en las cámaras legislativas a los primeros oradores del mundo, y de allí a los teatros, a las visitas, a los museos, al gabinete de lectura, a la cucaña de los placeres fáciles”. Con el paso de los días, la fatiga de una vida tan ajetreada se hizo sentir y comenzó a echar de menos el cálido ambiente familiar que había abandonado. Pensaba en su madre. Su amada madre. ¡ Cuanto la extrañaba al recordarla !

El reencuentro

De regreso en Río de Janeiro, donde explota de “ventura, placer y júbilo” al reunirse nuevamente con los suyos, observa con admiración la evolución de una sociedad donde “se esparcen los beneficios de el comercio, la libertad y la paz”. Quizás enceguecido por el brillo y la pulcritud de la alta sociedad en la que se desenvuelve, no alcanza a percibir que se encuentra en uno de los últimos bastiones americanos de la esclavitud. A pesar de las presiones ejercidas por la Gran Bretaña, a pocos kilómetros de allí, los descendientes de los negros secuestrados vilmente en las salvajes costas africanas trabajaban día y noche en las gigantescas plantaciones de poderosísimos terratenientes, entre los que el joven Carlos seguramente se movía con toda afabilidad. Graciosamente, su admiración por las beldades del Imperio tenía un límite. El joven Carlos “no puso jamás los pies en el palacio del Emperador. Su padre quiso presentarlo alguna vez; mas para asistir a las recepciones de Su Majestad se necesitaba un uniforme, y la costumbre de los que no le tenían era llevar casaca de terciopelo verde y calzón corto de lo mismo. Resistiendo las instancias paternas, declaró terminante no consentiría jamás en presentarse en público vestido de cotorra”.

Se acerca la tormenta

A lo largo de los años, Brasil no se preocupó en disimular su “plan de redondear su territorio, teniendo por límites al Norte el Amazonas y al Sud el Río de la Plata. Su perseverancia en mantener la ilusión de realizarle, se ha puesto más de una vez en evidencia”. Hasta 1850, la soberbia defensa de los intereses rioplatenses que significaba la política de Juan Manuel de Rosas había servido como contención para las pertinaces pretensiones imperiales. Pero en setiembre de ese año, las relaciones entre la Confederación Argentina y el Brasil no soportaron tanta tensión. Rosas le ordenó a Tomás Guido romper relaciones con el Imperio y abandonar inmediatamente Río de Janeiro. No fue fácil convencer al antiguo héroe de la independencia de llevar adelante esa audaz jugada con quienes hasta ayer departía armoniosamente en las cortes imperiales. Tras la lectura de un duro ultimátum enviado desde Buenos Aires, ”el padre de Carlos, después de utilizar toda la fuerza de su capacidad diplomática, inagotable en recursos, viose obligado, rotas las relaciones oficiales, y obedeciendo órdenes terminantes del Gobierno, a regresar a Buenos Aires”. Menudo golpe para la familia Guido. “El viento de la política vino a dispersar la bulliciosa nidada”.

La expulsión

“Sin compromisos anteriores de esos que ligan fatalmente a los hombres a situaciones azarosas, protegido del cariño paternal, temeroso de verme envuelto en malos trances, y apoyado por mi madre dispuesta siempre a sostener y levantar mi carácter”, Carlos decidió quedarse en Río de Janeiro donde podría “asociarse al movimiento literario de la época”. Provenía de una familia “donde reinaban la bondad, la inteligencia, la alegría y el arte, pues allí todos los hermanos, cuál más y cuál menos, éramos amantes de las letras, de la música y del canto”. Había encontrado en la sociedad carioca un espacio cultural en el que desarrollar su amor por la poesía y su pasión por lo bello y lo sublime. Realizó traducciones al portugués donde “alcanzó el mejor éxito, recibiendo de la prensa felicitaciones calurosas”. Pero sucedió “un caso imprevisto”. Lógicamente, al Gobierno brasilero la permanencia del hijo del ministro plenipotenciario de un país con el cual se acababan de romper relaciones diplomáticas le resultó algo sospechosa. Un buen día, la policía golpeó la puerta de su casa y le entregó en la mano la orden inmediata de salir del Imperio. Al leer la nota se preguntaba sorprendido: “¿ Cuál era su delito, su infracción a las leyes ?”. Consideraba la dura intimación ”una verdadera indignidad”. Viendo pisoteados sus derechos elementales, Carlos se resistió hasta donde le fue posible, llegando al extremo de ”repeler enérgicamente el lenguaje inconveniente y altanero del jefe de policía, un señor Couto de patibularia catadura, a consecuencia de lo cual fui arrestado en el cuartel dos Permanentes, saliendo a las dos horas”. Antes de partir desterrado, descargaría su indignación en unos escritos de la prensa opositora, donde ”atacaba por el frente y los flancos la política tortuosa del gobierno imperial en lo concerniente a los negocios del Río de la Plata, sin apartarse un ápice de la verdad histórica, apoyada en trascripciones auténticas de documentos oficiales, ni perder el aplomo que el asunto y las circunstancias requerían”. En realidad, al alejarse su padre de Río de Janeiro, el improvisado espía había heredado el manejo de un servicio que se ocupaba de obtener información, comprar armas y repartir dinero a la prensa opositora. Rosas, sagaz y astuto, no era hombre de descuidar esas cuestiones.

Nuevamente en el viejo Mundo

Contra lo que es de suponer, Carlos Guido y Spano no retornó a Buenos Aires junto a su familia. Quizás lo hizo atendiendo a recomendaciones de su padre acerca de no retornar a una agitada Buenos Aires, que esperaba el inminente ataque del Imperio del Brasil, cuyos diplomáticos estaban en Montevideo negociando el alquiler de la poderosa caballería de Justo José de Urquiza para atacar a Rosas. Las costas de un ”viejo Portugal” que “no era Europa, ni África” recibieron al trotamundos del Plata. Tras ”ver toda Lisboa hasta en sus mas apartados arrabales”, subió a un barco que lo depositó en las Islas Británicas, “formidables reinas del océano, envueltas en su manto de nieblas”. Inició su recorrido inglés en las costas de Southampton, donde años más tarde encontraría refugio Juan Manuel de Rosas, quien era en ese momento el hombre más poderoso a ambas orillas del Río de la Plata. Tras un breve recorrido en el tren que unía a esta ciudad con Londres, dio con su humanidad en la capital del Imperio Británico, donde “aprovechó el tiempo del modo mejor posible con la actividad de una ardilla”. Allí pudo observar de cerca aquella sociedad donde “la igualdad ante la ley es menos quimérica que en cualquier otra parte”, mas con los años el hombre no se dejaría llevar por las apariencias al deducir que “una cosa es admirar el ensanche inmenso de ese Imperio sin mas ley que la fuerza puesta al servicio de la conquista en el exterior y del derecho en casa”. En busca de nuevas emociones, se alejó de las Islas poniendo rumbo hacia el continente a través del Canal de la Mancha. “La bella France le abría de nuevo sus brazos, donde volvió a sus antiguas amistades, a frecuentar academias y teatros “. Pero el París de 1851 no era un lugar tan apacible como parecía a simple vista. El sueño de la Segunda República, que casualmente Carlos Guido Spano había visto nacer desde las barricadas, se convertía en polvo tras un golpe de estado que transformó la Francia nuevamente en una monarquía. Nuestro hombre participaría en la defensa de la democracia “teniendo el honor de recibir entre las filas del pueblo amotinado, el fuego de los pretorianos al servicio de la ambición rampante. Se desgañitó vivando a la República, execrando al usurpador y sus esbirros”. Pero todo fue en vano. La República cayó y, con su debacle, los ideales del joven porteño sufrirían un baño de realidad que seguramente le serviría como experiencia en el futuro.

La caída de Rosas

Comienza a desandarse el año 1852. Arriban noticias desde Buenos Aires. Tras la desigual “batalha de Monte Caseros”, el Brasil había logrado su objetivo. Juan Manuel de Rosas marchaba desterrado rumbo a Southampton a bordo del barco británico “Conflict” y ahora el liderazgo de la Confederación Argentina estaba en manos del multimillonario caudillo entrerriano Justo José de Urquiza. Ansioso por retornar a Buenos Aires tras conocer tan inesperados sucesos, Carlos puso rumbo al Río de la Plata. Por fin tornaba a ver la patria después de largos años de ausencia. “No bien por entre los jirones de la niebla matinal vio delinearse a Buenos Aires en el horizonte lejano, le palpitó el pecho fuertemente y se le agolparon las lágrimas”. Al avanzar hacia la playa, “reconoció sitios muy caros a sus recuerdos de infancia”. La cúpula de la Catedral, la Alameda, las torres del convento de las Catalinas, el Fuerte. “Una ráfaga del pampero había disipado la neblina. La aurora fresca y brillante se reflejaba en las aguas que se teñían de púrpura. Ese cielo límpido era su cielo, esa tierra era su tierra; allí había nacido y allí quería morir”.

Buenos Aires, despues de tanto tiempo...

“Recién desembarcado, ignorante de los sucesos políticos, vio al atravesar la plaza de la Victoria, yendo en dirección a su casa, un trozo de tropa en formación. Preguntó qué significaba aquella gente, y le contestan que estaba recibiendo el premio por la revolución de septiembre”. Pronto le explicaron lo que había sucedido. En sus primeras medidas de gobierno, Urquiza había osado equiparar los derechos de las paupérrimas provincias del interior con los derechos de Buenos Aires. Eso significaba, entre otras cuestiones, el reparto de las rentas de la Aduana entre todas las provincias argentinas. Los dineros públicos ya no serían administrados bajo el arbitrio exclusivo de la burguesía portuaria. El núcleo dirigente porteño, por cuyas venas unitarias circulaba el veneno acumulado en los años del exilio, prefería vivir eternamente en el infierno antes que dejar en manos de otro “gaucho salvaje” la llave del arcón de las riquezas que redituaba el próspero comercio del puerto local. El 11 de setiembre de 1852, no bien Urquiza abandonó Buenos Aires para concurrir a la apertura de la Asamblea Constituyente en Santa Fe, los locales se rebelaron y tomaron el control militar y administrativo de la ciudad. A partir de ese momento, nuestro territorio albergaría dos estados independientes por casi diez años. El vigoroso Estado de Buenos Aires disfrutaría a pleno de los beneficios generados por las exportaciones de la pujante campaña bonaerense, mientras que “Los trece ranchos” de la Confederación Argentina pasarían esa década administrando miseria.

Los nuevos "mandones"

La agitada vida social y política de la escindida Buenos Aires sorprendió al recién llegado. “Se encontró con un tribuno en cada bocacalle y un escritor en cada teja”. En los corrillos de los flamantes clubes políticos se forjaban los nuevos dirigentes de la gran ciudad, donde “eran los más osados los que prevalecerían”. La prolongada ausencia del viajero no le permitió advertir que muchos de esos elocuentes oradores hasta ayer portaban orgullosamente su cintillo rojo punzó y eran conspicuos funcionarios o adeptos acérrimos al gobierno de Rosas. A varios años allende los acontecimientos, Carlos Guido y Spano llegaría a describir con singular dureza esa “época sin horizontes y sin grandeza, en que los caracteres desaparecían en el torbellino de las contiendas civiles, provocadas por una propaganda que afilia a sus banderas a los aventureros del sable y a los energúmenos de la palabra escrita; época de los sofistas, de los tornadizos, de los intrigantes, que después de guerrearse a muerte, entre una conjuración y una batalla, en el mismo plato con sus enemigos mil veces execrados, sin perjuicio de clavarles un puñal por la espalda, o de recibirles debajo de palio para trepar juntos al poder, según las conveniencias del momento”. El regreso a Buenos Aires, marcaría un punto de inflexión en la vida de Carlos Guido y Spano. La juventud se había esfumado y con ella los bailes, los banquetes, los viajes y el dinero. Acostumbrado a moverse en un entorno refinado y exquisito, había tenido una vida basada en el presente, sin preocupación en el porvenir. Se acercaban los tiempos de la escasez, de la enfermedad, del dolor. Y tambíen, llegaría el tiempo de la poesía.

Un territorio, dos Estados

La convivencia entre Buenos Aires y la Confederación Argentina fue todo lo escabrosa y complicada que se pueda imaginar. Fue una triste época de invasiones, bloqueos, fusilamientos y saqueos. Hacia fines de 1852, tropas al mando del Coronel Hilario Lagos, en combinación con la escuadra de la Confederación Argentina sitiaron la ciudad de Buenos Aires con el objetivo de forzarla a reunirse nuevamente con el resto de las provincias. Carlos Guido y Spano, quizás algo confundido en las turbulentas aguas de la política argentina de entonces, “prefirió colocarse entre los sostenedores de la autoridad y a combatir el sitio a mano armada”. “Montó a caballo, y desde el primer momento de la revolución, en la Plaza del Parque, frente a los sublevados, se puso al lado del general Ángel Pacheco, ministro de la guerra del Estado de Buenos Aires”. Este general, poderoso terrateniente y otrora compañero del padre de Carlos en la expedición libertadora a Chile y Perú al mando del Gral. San Martín, había sido uno de los camaleones que mas rápidamente se había adaptado al nuevo estado de cosas en el Río de la Plata. Hombre de máxima confianza de Rosas hasta su caída, sospechosamente brilló por su ausencia en la decisiva batalla de Caseros. Es de reconocer que no eran los escrúpulos una cuestión distintiva en su conducta. Al respecto, supo referir en una carta un espía que Rosas tenía entre sus secretarios: “con su nombre han aumentado su diccionario los gauchos en la campaña, significando con pachequear, robar”. El sitio de Buenos Aires, que se extendió por siete meses, fue desbaratado con el recurso que los porteños siempre tenían reservado para estas ocasiones: el soborno. Comprado el jefe de la escuadra y algunos oficiales del Gral. Lagos, el riesgo se diluyó y Carlos pudo retornar al cálido entorno del hogar paterno.

Caza de brujas

Tras la caída de Rosas, los nuevos dueños de la ciudad de Buenos Aires asumieron una conducta absolutamente hostil contra cualquier cosa que representara el régimen derrocado. No todos los porteños que habían apoyado el régimen rosista giraron su veleta siguiendo la dirección de los nuevos vientos. Quienes se negaron a plegar sus banderas rojo punzó, fueron sometidos a una verdadera “caza de brujas”, persecución en la que resultó naturalmente afectado por su posición el ya anciano Gral. Tomás Guido. Desterrado a Montevideo, “en un acto atentatorio del gobierno, causando para la familia indignación y ruina”, el héroe de la Independencia y su familia debieron cruzar el Río de la Plata en busca de un lugar mas acogedor para seguir con sus días. Tras una breve estadía en Montevideo, cuando las aguas del agitado Buenos Aires comenzaron a calmarse, Carlos Guido y Spano regresó a Buenos Aires donde “vivió en el olvido mas completo”. Los años fueron pasando sin que Carlos encontrara su espacio en una Buenos Aires donde “sólo de tanto en tanto rompía el silencio para protestar contra los hechos o las doctrinas de una época señalada por aberraciones deplorables”. Supo participar con el seudónimo de "Rosendo" en un incisivo periódico laico con llegada a pocos suscriptores. En 1860, al asumir Santiago Derqui la presidencia de la Confederación Argentina, “fue requerido para ocupar el puesto de subsecretario de Estado en el Departamento de Relaciones Exteriores”. Seguramente influyó en esta convocatoria la influyente recomendación de su padre, que años antes había sido nombrado como Presidente del Senado del Congreso de Paraná, capital de la Confederación. “Durante dos años desempeñó ese cargo, al lado de cinco diferentes ministros, sirviéndole hasta poco antes de derrumbarse la administración que gobernaba la República, excepto Buenos Aires, temporalmente segregado”. Fue un tiempo de dura faena en la que durante el día “trabajaba como un negro” y por las noches “jugaba a las cartas con algunos viejos marrulleros”. Con la discreta compañía de otros altos funcionarios, “ocupaba la mañana a los asuntos graves, tratados con la seriedad requerida y a la noche se convertía en un criollo capaz de darle tantos al truco al mismo Santos Vega, aunque es probable que con tantos o sin ellos Santos Vega lo habría desplumado”. Confesión de parte que da veracidad a los escritos del investigador Hugo Galmarini en la biografía de Tomás Guido; Las épocas de abundancia habían dejado expuesto el talón de Aquiles de Carlos Guido y Spano: El juego.

Cepeda

En 1859, el delgado hilo que sostenía las relaciones entre el independiente Estado de Buenos Aires y la Confederación Argentina se cortó, como era previsible, y los campos de Cepeda fueron regados nuevamente por la generosa sangre de argentinos que no mezquinaban coraje en esas situaciones. El poderoso ejército del Gral. Urquiza sometió con facilidad a las tropas al mando del Gral. Bartolomé Mitre, quien se vió obligado a retirarse a Buenos Aires, donde intentó sin éxito engañar a los incrédulos porteños que pronto vieron como las tropas de la Confederación Argentina se estacionaban en las afueras de la ciudad en actitud amenazante. La oportuna mediación del futuro Presidente del Paraguay, Francisco Solano López, y de otros diplomáticos extranjeros, evitó que las tropas urquicistas entraran a la ciudad a sangre y fuego. El Pacto de San José de Flores, que Mitre firmaría con los dedos cruzados, le permitiٌó a Buenos Aires ganar el tiempo necesario para reorganizar sus fuerzas y prepararse para la revancha. La situación se calmó por un tiempo y ambos gobiernos tuvieron acercamientos que tendrían su punto culminante en el agasajo ofrecido por los porteños a sus vencedores de Cepeda. En esos días, la masonería, de la cual los mas encumbrados dirigentes de ambos Estados eran máximos exponentes, se ocuparía de limar las asperezas y lograría convencer al díscolo Urquiza de las bondades de encerrarse en su Palacio de San José a ocuparse de sus múltiples negocios, dejando las riendas de la cosa pública en manos del liberalismo porteño. Carlos Guido y Spano “aprovechó la ocasión para visitar a la familia, sin asistir a ninguno de los bailes, recepciones, banquetes que se sucedían teniendo en movimiento a la ciudad entera”. “Hizo algo ciertamente mejor; se casó con una bella y virtuosa joven” llamada Sofía Hynes. Esta distinguida dama, hija de un militar inglés que se radicó en Buenos Aires al finalizar las invasiones inglesas, sería con los años “la madre de sus hijos” María del Pilar, Tomás, Carlos, Miguel y Juan. Con los años, el drama visitaría el hogar de los Guido y Spano al morir en plena infancia Daniel, el hijo con cuyo nombre supo homenajear a su amado hermano muerto en Francia.

La República unificada

En 1862, tras la inútil batalla de Pavón, “El gobierno de Paraná, donde continuaba ejerciendo su cargo, cayó de bruces empujado por la traición y la intriga”. A partir de ese momento, la República Argentina, ya unificada y en manos de los porteños, comenzaría un sangriento proceso de eliminación definitiva del caudillaje provinciano. Sin trabajo, “con cuatro patacones que eran su único peculio en este mundo”, Carlos se embarcó hacia Montevideo donde “encontró allí a su protector padre. Se arrimó a su lado y participó como siempre de su pan y su techo, agradeciendo que no hay hijo que haya recibido más beneficios de quien le diera el ser. Pero la posición de su padre era en extremo precaria, y habiendo este regresado a Buenos Aires, quedéme yo en Montevideo a Dios y a la ventura”. “Felizmente pudo encontrar en una imprentilla, merced a los empeños de un amigo, el oficio de corrector de pruebas”. Sin mucho que perder, probó suerte en otros empleos, algunos de ellos algo risueños, como el de intentar colocar en el Brasil, gracias a sus contactos, “tal carne que más parecía un cuero de búfalo resecado al sol, que no alimento de cristianos. ¡Mas qué otra cosa podía hacer, las circunstancias...! Si en ese tiempo le comisionaban a ir a proponer en venta un cargamento de tocino al mismo gran Rabino da Jerusalén, se largaba en el primer piróscafo e iba derechito a ofrecérselo sin santiguarse, aunque el redomado judío lo hiciese ahogar en la piscina de la sinagoga”.

La Alianza de la verguenza

Ya de vuelta en Buenos Aires, y “sin elementos para echar raíces en la tierra, se refugió en las nubes, parapetándose en sus libros donde leía mucho y aprendía poco”. Observaba impávido como “otros entretanto con su ignorancia a cuestas, tenían las propiedades de las plantas trepadoras; enredándose al gran árbol de la libertad que llamaban, siendo sólo acaso un ombú carcomido; echaban vástagos, desparramábanse pomposos y subían, subían, hasta encaramarse, ahogando el árbol susodicho, a las áridas cumbres de la política en acción. Trepados allí, se transformaban como por ensalmo en gobernadores, en ministros, conservando una seriedad admirable, lo que no les impedía hacer cada barbaridad de espantar”. Pronto pudo observar “desde su montaña desolada” como el partido gobernante fomentaba la discordia en la Banda Oriental del Uruguay, para mas tarde, ya en alianza con el Imperio del Brasil, llevar los ejércitos al Paraguay con el secreto objetivo de eliminarlo de la faz de la tierra. Indignado, cuando “la voz de ningún argentino osaba protestar todavía en nuestra capital, sometida arbitrariamente al duro régimen del estado de sitio” y a los escritos perturbados ”de una prensa desorientada y frenética”, “quiso salvar su voto de ciudadano libre” expresando su rechazo a la guerra ”en forma pública y vigorosa”. No era sencillo por esos días oponerse al desquicio bélico que obnubilaba las mentes porteñas. Juan Bautista Alberdi, José Hernández, Olegario Andrade y Miguel Navarro Viola fueron algunos de los escasos cruzados que lo acompañaron desde la prensa, sufriendo infames acusaciones de traición a la patria. Carlos Guido y Spano no pensaba dejarse doblegar ante el miedo y las amenazas. “Algunos días de arresto mal pudieron sofocar los dictados de su conciencia sublevada. Uniendo la acción a la palabra, agitado por la necesidad del sacrificio, fue a reunirse a los defensores de Paysandú, condenados de antemano a la derrota encontrando sólo a su llegada las ruinas humeantes de la noble ciudad, y los cadáveres mutilados de sus héroes. Amenazado Montevideo de inminente catástrofe, corrió en seguida a pedir un lugar en las filas de los que se mostraban dispuestos a imitar la hazaña de sus compatriotas inmolados”. No pudo ser. ”Montevideo traicionado cayó sin combatir. Lleno de ira y de vergüenza cual si fuese cómplice en la vil trama que entregó aquella plaza, se retiró de ese campo de oprobio a vivir de nuevo en su aislamiento”.

El dolor, otra vez la tragedia

De regreso en Buenos Aires, durísimos momentos le aguardaban a Carlos. El infatigable paso del tiempo se llevó la vida “de sus padres venerados con la sola diferencia de un año”. Tan tremendas pérdidas se hundían como un puñal en sus entrañas. “Sabía lo que debe el hombre a la naturaleza, y antes de confundirse en su seno, confiesa haber pagado ya largamente tributo ofreciéndole en holocausto su corazón en pedazos”. Sus pequeños hijos y sus amigos dieron algún consuelo al hombre malherido que pronto debería rescatar fuerzas desde lo más profundo para enfrentar otro lacerante golpe del destino. Corría 1871, “cuando La fiebre amarilla penetró traidoramente en nuestra amada ciudad, cundiendo con rapidez asoladora. El pueblo y las autoridades se aterraban y Buenos Aires se moría”. “Reunido frente mismo de la Municipalidad azorada” es iniciador, junto a otros valientes ciudadanos, de “una Comisión denominada Popular”. En los días de la fiebre, “es ella quien gobierna. Con su actitud llama al deber a las autoridades fugitivas o inertes, retempla los espíritus, aviva en las almas nobles la llama inextinguible de la caridad evangélica; delibera, organiza obra; se apodera del tiempo, junta el día y la noche; vigilante, infatigable, resuelta, impera por la voluntad, se impone por el sacrificio y levantando en alto la insignia de la piedad cristiana, triunfa con ella del miedo y de la muerte”. La enfermedad del “vómito negro” se lleva la vida de varios de sus integrantes. Sacerdotes, médicos, policías, abogados, enfermeros, monjas. Quince mil personas murieron. Carlos Guido y Spano salvó su vida. Al menos la mitad de ella. El día de los santos inocentes de ese año despreciable, ”la horrorosa epidemia que asoló a Buenos Aires” se llevó también a “la amable compañera de su vida afanosa, su dulce Sofía, a quien vio doblegarse como una palma bendita ante soplo de la muerte”. Tenía solo treinta y cuatro años.

El tiempo de la poesía

A pesar de lo difícil que era continuar por la senda de la vida ante golpes sucesivos tan penosos, logró, ”enjugando las lágrimas con el revés de la mano, echar llave al tesoro de sus penas” y seguir adelante. ”Forzado a vivir contemplando los astros, sin encontrar ocupación adecuada sus escasas aptitudes” dedicó su tiempo a la producción literaria. Estos escritos, “producciones fugaces que nacieron de su amor a lo bello y a las cosas grandes y sencillas” fueron recopilados en un solo libro llamado “Hojas al viento” que fue una “humildísima ofrenda al sentimiento y al arte”. La prensa recibió las poesías con ”esplendores y nubes: al lado del aplauso la censura, pero censura blanda, llena de atenuaciones lisonjeras”. “¿ Cómo agradar a todos sin poseer la magia del genio prepotente ?”. No era posible. ”Opinaban, que si bien sus versos no eran del todo malos, tenían en cambio, el defecto de ser excesivamente limados y pulidos. Los habrían querido más escabrosos, más espontáneos y profundos, algo así que manase a borbotones, a manera del agua surgente de algún pozo artesiano”.

Sobreviviendo

“Aumentada la prole, disminuidos los arbitrios legítimos, sin que ninguna oleada próspera pusiese a flote al desmantelado bajel, su situación económica llegaba a ser inverosímil”. Era necesario que pronto se procurase algún ingreso que lo ayude con las cuestiones terrenales. Si bien era un hombre popular en Buenos Aires, es posible que la compasión de alguno de sus amigos haya intercedido para que el Ministro Nicolás Avellaneda lo designase para el cargo de secretario del Departamento Nacional de Agricultura, organismo próximo a crearse. Allí fue pues que ”como sus conocimientos en la materia eran en verdad limitadísimos, se puso a estudiar, teniendo presente a Plinio el naturalista quien en su avidez de instruirse, ni aun en la litera, ni en el baño, dejaba de leer tomando apuntes”. Este hombre, que entre amigos comentaba risueñamente que al campo solo lo había visto pintado, al poco tiempo, ”no pensaba más que en sembradoras y cosechas. Se encontraba capaz de hacer brotar porotos hasta en la escribanía de hipotecas”. Se transformó de la noche a la mañana en “un hombre esencialmente rural. Durante dos años sólo vivió de hortalizas. Todo lo veía verde, los ministros, el Congreso, hasta sus hijos”. En 1874, una revolución encabezada por el inefable Bartolomé Mitre pretendió evitar que Nicolás Avellaneda asumiera el poder tras fraudulentas elecciones, como era costumbre en esas épocas. Nuestro experto en hortalizas, ”dejando trillos y arados, sintiendo en su pecho un tambor interior que no cesaba de tocar calacuerda, corrió al combate; pero sus adversarios corrían más que el, y no le fue posible ni verles el polvo; tan listos anduvieron”. Lo que duró la rebelión “no dejó de costarle algunos sacrificios”. “Su fiel criado Secundino, puesto al cuidado de sus hijos pequeños, tenía orden de ir vendiendo sus libros durante su ausencia, conforme lo requiriese la necesidad de atender al gasto diario de la humilde casa. La mayor parte de los clásicos de su biblioteca fueron víctimas de la guerra civil, siendo enajenados a vil precio. Si dura un poco más la guerra, se hubiese quedado sin tener otra cosa que leer, sino los discursos de ciertos oradores, declarados por Secundino, completamente invendibles”.

Venerable anciano de Buenos Aires

Sofocada la revolución, Carlos “pasó de la Agricultura a la Dirección del Archivo General de la Provincia”. Allí “cambió sus legumbres por viejos pergaminos”. Ejerció paralelamente la presidencia de la Sociedad Protectora de Animales. Con funciones de vocal, integró el Consejo Nacional de Educación durante 13 años. A los 67 años, los efectos del reumatismo empezaban a hacer mella sobre la endeble figura del poeta. Una fractura provocada por una caída en la calle, sumada a la cruel enfermedad, paulatinamente le fue imposibilitando su andar. Mientras pudo caminar por las calles de Buenos Aires, los habitantes de la Gran Aldea lo saludaban con afectuosidad y reverencia. Solía vestir amplia bombacha negra y hopalanda, una especie de sotana, con la que intentaba ocultar sus dificultades en la marcha. El sombrero de color blanco y su "leonina" barba blanca siempre peinada le daban un aspecto patriarcal con el que seducía a niños, jovenes, mujeres y hombres que lo observaban y escuchaban con admiración. En 1877 había encontrado una nueva compañera para sus últimos años conformando un nuevo matrimonio con Micaela Lavalle Darragueira, que no lo abandonaría hasta el último de sus días y le daría a Francisco, un nuevo vástago para su prolífica cosecha.

Sus últimos años

Hacia 1894, ante el avance irremediable de su enfermedad, debió resignarse a vivir sus días recostado en su cama. Rescatado de la pobreza extrema, sobrellevó su ancianidad dignamente gracias a una decorosa jubilación que la había otorgado el Congreso de la Nación en 1894. En 1907, el mismo Congreso le otorgó una partida de dinero para que pudiese adquirir un techo propio. Postrado en su hogar, recibía diariamente la visita de amigos, familiares, autoridades políticas y eclesiásticas, hombres de la cultura, estudiantes y obreros. Todos eran bien recibidos en la casa del admirado poeta, cuya estampa parecía transmitir una sensación de paz y sabiduría que enamoraba a los visitantes. Eterno amante de la música, ya muy anciano solía entonar dulces melodías en su flauta de marfíl y plata que siempre lo acompañaba. Había recorrido un largo camino. Su longevidad le había permitido conocer personalmente a héroes de la Independencia, a defensores y detractores del rosismo, a quienes organizaron la República a sablazos, a los iluminados que desarrollaron y arruinaron la Nación. Puede decirse que a todos conoció. Hombre independiente por naturaleza, ante ninguno se dobló.

El adiós

El amanecer gélido de aquel 25 de julio de 1918 marcó el tiempo de la despedida para el mito viviente de Buenos Aires. Tal como había pronosticado Jósé Manuel Estrada, "Guido es poeta por naturaleza, por fatalidad: ha vivido cantando, morirá soñando". Lo acompañaban su esposa, sus hijos y sus nietos. Con inmenso dolor, Buenos Aires entero lo despidió con lágrimas, prometiendo recordar para siempre al anciano que parecía dispuesto a sobrevivir a todos. Los diarios de la época dieron a conocer la triste noticia dedicando grandes espacios a evocar su personalidad inquebrantable, su inmensa calidez y su humor inteligente y ameno. Sus restos fueron depositados en la tumba que sus manos habían construído para su padre en la Cementerio de la Recoleta. Su morada definitiva, humildemente levantada con piedras, rodeada de bellas esculturas y imponentes panteones, es una muestra cabal de la humildad del hombre que se reía de la obsesión por lo material que caracterizó a sus tiempos. "Todo lo ví, todo lo anduve" solía decir recordando tiempos antaños. No faltaba a la verdad. Para nosotros fue, simplemente, un hombre libre.


“Sigamos firmes hasta el fin, y cuando haya de caerse,
que sea con la sonrisa en los labios, serenamente, y en paz”
(Carlos Guido y Spano)

Bibliografía

“Autobiografía”, Carlos Guido y Spano, 1948

"Carlos Guido y Spano, poeta y hombre de bien", Pablo Fortuny, 1967
"La personalidad de Guido y Spano", Ernesto Quesada, 1918
“Juan Lavalle”, Patricia Pasquali, 1996
“Rosas y el bloqueo anglo-francés”, Nestor Colli, 1978

"El pronunciamiento de Urquiza", José María Rosa, 1958
"Tomás Guido", Hugo Raúl Galmarini, 2006

13 de octubre de 2006

La Guerra de la Triple Alianza

“La guerra del Paraguay concluye por la simple razón que hemos muerto a todos los paraguayos mayores de 10 años...”. No exageraba Sarmiento en una carta haciendo gala de su descarnada sinceridad.

Misteriosamente desconocidos para la mayoría de los argentinos descansan, bajo las páginas de una extensa bibliografía, los relatos del conflicto bélico más importante en el que alguna vez estuvo involucrada nuestra nación. Quienes se atreven a atravesar los imperceptibles muros levantados por la historia oficial descubren, tras unos pocos pasos, fascinantes historias llenas de heroísmo, valor, traición, codicia, amor y odio. El trágico enfrentamiento, en el que Argentina, Brasil y Uruguay unieron sus fuerzas para enfrentar al Paraguay, acarreó consecuencias tan nefastas para sus participantes que, en algún caso, la víctima jamás se pudo recuperar.

Argentina, una república en formación

Hacia 1862, y tras la enigmática batalla de Pavón, nuestro país buscaba su destino bajo las riendas de la triunfante provincia de Buenos Aires. Su líder indiscutido, el General Bartolomé Mitre, tendría en los próximos años, y ya con el cargo de Presidente de la nueva nación unificada, la enorme responsabilidad de organizar una república. Atrás habían quedado ya Justo José de Urquiza y su temible caballería de chiripá y botas de potro. La tarea de Mitre no era sencilla; En “Los trece ranchos”, como despectivamente se denominaban en Buenos Aires a las provincias que constituían, hasta 1861, la Confederación Argentina, las ideas liberales porteñas no eran vistas con agrado. Mitre, buscando darle sustento político y militar a su proyecto nacional, no dudó en enviar tropas a las provincias federales rebeldes con la orden de imponer gobiernos locales afines al nuevo régimen. No es difícil imaginar lo que sobrevendría. El filo de los sables enviados por Buenos Aires transformó en realidad la recomendación que Sarmiento le había hecho a Mitre un tiempo atrás. Las tierras del interior del país fueron “abonadas” sin piedad por la sangre de los gauchos y caudillos federales. Era el final de la Confederación Argentina.

Paraguay, paz y desarrollo

La República del Paraguay, gobernada por la mano firme y autoritaria de Gaspar Rodríguez de Francia y Carlos Antonio López, había logrado con éxito evitar inmiscuirse en las guerras civiles que ensangrentaron y empobrecieron a sus vecinos. A través de una economía cerrada guiada por un estado paternalista, había logrado un nivel de desarrollo importante para la época. Hacia 1862 disponía de ferrocarril, telégrafo, fundiciones, fábricas de armas y una numerosa flota mercante. Había contratado técnicos e intelectuales extranjeros para fomentar un desarrollo industrial inédito en la región. Tras la muerte de Carlos Antonio López, asumió el poder su hijo, Francisco Solano López Carrillo, quien sería protagonista fundamental de los tristes y dolorosos episodios por venir. No escucharía los sabios consejos de su padre: “Hay muchas cuestiones pendientes a ventilarse, pero no trate de resolverlas con la espada, sino con la pluma, principalmente con el Brasil”. El nuevo líder, de carácter fuerte y decididamente más ambicioso que su progenitor, recibía como herencia no solamente una economía fuerte y con buenas perspectivas, sino también importantes disputas pendientes con el Imperio del Brasil. Las cuestiones de límites territoriales y los conflictos por la navegación del Río Paraguay eran bombas de tiempo que en cualquier momento podían estallar.

Uruguay, la revolución en ciernes

La Republica Oriental, al igual que su hermana del Plata, había sufrido durante buena parte del siglo XIX el terrible azote de las guerras civiles. Cuando todavía estaba tibia la sangre derramada en las incursiones por las provincias argentinas enviadas por Buenos Aires, uno de los oficiales a cargo, el Gral. Venancio Flores, líder del partido colorado uruguayo y responsable de la matanza de Cañada de Gómez poco tiempo atrás, se dirigió hacia su país natal a encabezar una revolución contra el gobierno blanco del Dr. Bernardo Berro. Años después, y como evidencia palpable de las sangrientas divisiones políticas existentes en el Uruguay, ambos serían brutalmente asesinados el trágico “día de los cuchillos largos”. La “Cruzada Libertadora” liderada por Venancio Flores, con la ayuda del mitrismo y del Brasil, el estímulo de la prensa oficial porteña y el financiamiento de futuros proveedores de los ejércitos aliados, sería el primer eslabón de una cadena de sucesos que, como piezas de dominó, se revelarían imposibles de detener.

Brasil, un vecino peligroso

Brasil, nuestro eterno enemigo, aquel que una década atrás había arrojado a los pies del dubitativo Urquiza el oro necesario para arrastrarlo a combatir al temido Juan Manuel de Rosas, también debería mover sus piezas en esta partida. Fiel al espíritu expansionista heredado de Portugal, tenía en la mira al gobierno blanco del Dr. Berro. El Emperador Pedro II, presionado por los poderosos terratenientes del limítrofe estado de Río Grande con fuertes intereses en el norte de Uruguay y un pasado de intenciones secesionistas, debía hacer cumplir los infames tratados que habían firmado las partes en 1851 y que el poder ejecutivo oriental se resistía a respetar. Era necesario colocar en el poder a alguien de confianza para el Imperio. Ese alguien era el Gral. Venancio Flores. Con fútiles pretextos, Pedro II decidió enviar a sus hábiles diplomáticos a Montevideo, acampó sus ejércitos en la frontera y ordenó anclar la poderosa escuadra del Imperio frente al puerto local. Las piezas ya jaqueaban al Rey enemigo y la partida parecía un simple trámite para la prepotencia del Brasil.

El fracaso de una mediación

Combatido por una revolución interna apoyada por los gobiernos liberales de Buenos Aires y Río de Janeiro, el gobierno blanco uruguayo tenía sus días contados. Pero, inesperadamente, se encendió una luz de esperanza. El emisario brasileño, enterado de la posible asistencia paraguaya al estado oriental, en lugar de presentar el durísimo ultimátum que traía entre sus papeles, solo presentó tibias reclamaciones que fueron fácilmente satisfechas por el gobierno de Montevideo. Tras viajar a Buenos Aires, el emisario retornó a la Banda Oriental acompañado por el ministro de relaciones exteriores argentino y por el embajador inglés con el fin de iniciar una mediación entre blancos y colorados. Tras arduas negociaciones, las condiciones impuestas por el Gral. Venancio Flores resultaron deshonrosas para el gobierno y el intento de acuerdo fracasó rotundamente. Despierta sospechas el papel que jugó el embajador inglés en estas cuestiones. ¿ Buscaba quizá asegurarse que no hubiera acuerdo para que se desatara la guerra ?. Sería el financista principal de los ejércitos aliados, con el consiguiente endeudamiento de sus desprevenidos gobiernos, y obtendría su objetivo de abrir las puertas de la cerrada economía guaraní para la colocación de sus mercaderías. Y todo eso sin arriesgar nada.

Se abre el fuego

Una vez asegurado el apoyo de Buenos Aires, el emisario brasileño se atrevió esta vez a presentar el ultimátum al gobierno oriental. Era el cumplimiento de los vergonzosos tratados o se desataría el vendaval bélico imperial. Al borde del precipicio, el gobierno uruguayo se negó a recibir la intimación y simultáneamente pidió ayuda al Paraguay, con quien estaba en conversaciones desde tiempo atrás. Francisco Solano López, al ver amenazado el precario equilibrio que reinaba en la región y sabiendo que la guerra con el Brasil tarde o temprano tendría lugar, protestó enérgicamente y amenazó con intervenir militarmente si no cesaban los ataques al estado uruguayo. Ya era demasiado tarde. Tropas brasileras invadieron Uruguay y se lanzaron decididamente en apoyo de los revolucionarios colorados mientras sonaban en el Río de la Plata los cañones de la escuadra imperial. Paraguay, que había empeñado su palabra de socorrer al débil gobierno oriental, capturó un vapor brasileño en Asunción e invadió el Matto Grosso, tierras cuya propiedad disputaba con Brasil. La guerra era ya un hecho consumado.

Las ruinas de Paysandú

El gobierno blanco uruguayo estaba ya herido de muerte. Tropas coloradas sublevadas con el apoyo de la poderosa escuadra brasileña bloquearon y atacaron la ciudad de Paysandú que, defendida por escasos y heroicos combatientes, resistió con bravura la embestida durante varios días. Entre Ríos se indignaba ante la masacre que podía observar frente a sus costas. Todos esperaban que, de un momento a otro, el Gral. Urquiza encabezara la reacción que decidiría la batalla y, seguramente, el destino del conflicto por venir. Soñaban con una triple alianza distinta entre los blancos uruguayos, las tropas federales argentinas y el Paraguay de Francisco Solano López. Pero el Brasil, conocedor de los bueyes con que araba, no quería asumir riesgos innecesarios y tocó el punto débil del líder entrerriano. Le ofreció un sobreprecio por cada uno de los 30.000 caballos que necesitaba para sus tropas. La emblemática caballería entrerriana se transformaría de un plumazo en un inofensivo grupo de jinetes desmontados. Negocio cerrado. Casi 400.000 patacones irían a parar a las arcas del Palacio de San José. Diría un historiador brasileño: “Urquiza, embora inmensamente rico, tinha pela fortuna amor inmoderado”. Cuando poco quedaba de Paysandú tras los violentos bombardeos, los defensores se rindieron. Días más tarde, los jefes de la resistencia terminarían sus días frente a un pelotón de fusilamiento. Ya nada detendría la caída del gobierno blanco. La “Cruzada Libertadora” iniciada tiempo atrás por el Gral. Venancio Flores había triunfado. El objetivo del Imperio se había cumplido. Pero pagaría un precio demasiado caro.

La invasión paraguaya

Paraguay, ante la negativa del presidente Mitre de permitirle el paso por territorio argentino para auxiliar al gobierno uruguayo, declaró la guerra a la Argentina e invadió la provincia de Corrientes con dos columnas paralelas a los ríos Paraná y Uruguay. Esperaba seguramente el apoyo prometido del ya desprestigiado Urquiza que, temeroso de ser traicionado por los porteños que lo aborrecían, se mantenía a la expectativa y en conversaciones paralelas con Mitre, Venancio Flores, el gobierno blanco de Montevideo y, por supuesto, con Francisco Solano López. Dormían en los cajones de su escritorio las cartas suplicantes de los caudillos agonizantes del interior que lo convocaban a retomar la lucha contra Buenos Aires. “¡ Muerte al traidor Urquiza... !” serían las últimas palabras que escucharía el entrerriano antes de ser baleado y apuñalado en su mansión de San José, unos años mas tarde. Ante el ataque paraguayo, Buenos Aires estalló en indignación general y la prensa llamó a lavar el honor ofendido. El 1º de mayo de 1865, con celeridad inusitada, y una vez que el Gral. Bartolomé Mitre se aseguró la comandancia de los ejércitos aliados, los emisarios de Argentina, Brasil y Uruguay firmaron secretamente en Buenos Aires el Tratado de la Triple Alianza, en el que sus signatarios se comprometían a derrocar el gobierno de Paraguay, asegurar la libre navegación fluvial por aguas guaraníes –viejo anhelo imperial- y obligar a lo que quedase de aquel país a pagar los gastos generados por la guerra. Brasil y Argentina, antiguos rivales de siempre, esta vez tenían un enemigo en común que los uniría fatalmente en una larga y sanguinaria guerra, que bajo ninguna circunstancia hubiesen iniciado sin esta maldita alianza.

“En 3 meses en Asunción...”

Con esas optimistas palabras arengó Mitre a sus partidarios enfervorizados que lo aplaudían. Recién finalizaban las guerras civiles, cuando la ensangrentada República Argentina debía rápidamente organizar un ejército para responder a la invasión. El Congreso determinó que se enviarían 10.000 soldados de línea y 25.000 guardias nacionales. A excepción de Buenos Aires, donde la juventud porteña se disputaba las vacantes, no fue fácil para las autoridades militares conformar la Guardia Nacional. En las provincias, la sola mención de combatir junto a los porteños contra el Paraguay, de reconocidas simpatías por las ideas federales, hacía erizar la piel de los hombres que hasta ayer habían sido perseguidos hasta el cansancio por las huestes enviadas desde la gran ciudad del Plata. Los “voluntarios” eran prácticamente cazados mediante levas forzosas y trasladados engrillados hasta el punto de reunión de las fuerzas aliadas. En Entre Ríos, El Gral. Urquiza pudo convocar algunos hombres que le continuaban siendo fieles. Es de suponer que los llevó engañados. Apenas les sacó el ojo de encima, la legión entrerriana se desbandó y no precisamente por falta de coraje. Preferían arriesgarse al fusilamiento por desertores antes que pelear con Buenos Aires y el Brasil. Así le respondía Ricardo López Jordán, oficial de su máxima confianza y futuro verdugo: “Ud. nos llama para combatir al Paraguay. Nunca, General. Ese es nuestro amigo. Llámenos para pelear a los porteños o a los brasileños; estaremos prontos, esos son nuestros enemigos...”. Así y todo, venciendo innumerables dificultades, la comandancia logró constituir una fuerza importante en Entre Ríos. La maquinaria bélica aliada estaba presta para tomar rumbo norte hacia los esteros guaraníes.

El avance aliado

Una vez reunidas las fuerzas de Argentina, Brasil y Uruguay, el avance aliado por territorio correntino fue incontenible. Se recuperaron las ciudades correntinas y brasileras tomadas por los paraguayos quienes, tras sufrir cuantiosas pérdidas entre bajas y prisioneros de guerra, se replegaron sobre tierras guaraníes con el objeto de asumir una posición defensiva que los llevaría al desastre. Las tropas aliadas cruzaron el Río Paraná a la altura de Paso de la Patria con el apoyo de la escuadra imperial y se internaron en el Paraguay, donde los esperarían 5 años de sangrientos combates sin cuartel en escenarios que parecían sacados del mismo infierno.

Bañados de sangre

Es el otoño de 1866. Se suceden terribles combates con enormes cantidades de bajas por ambos lados. Estero Bellaco. Tuyutí. Yataití Corá. Boquerón. Los aliados se sorprenden por la ferocidad y valentía casi suicida con que los soldados paraguayos defendían palmo a palmo sus posiciones. Para completar el espectáculo desolador, una terrible epidemia de cólera hace estragos en ambos bandos, trasladándose luego a la población civil en Asunción, Corrientes, Montevideo y Buenos Aires. En un intento por detener la feroz guerra fraticida, Francisco Solano López solicita una reunión con los mandos aliados. El encuentro se realiza en Yataití Corá y cuenta con la participación de Bartolomé Mitre y Venancio Flores. El representante del Brasil se niega a participar por no tener la autorización de Pedro II a tal efecto. La conferencia se lleva a cabo en un ambiente de confraternidad, pero es inútil. Mitre no está dispuesto a romper la alianza con el Brasil. La guerra continuará. El destino de Solano López ya estaba sellado de antemano y el avance aliado no se detendría hasta los confines del Paraguay.

Curupaytí

“Descangalhar tudo isso em duas horas...”. La promesa del comandante de la flota imperial debió haber sonado muy convincente para el Gral. Mitre. El brasileño se comprometía a bombardear las trincheras de Curupaytí para facilitar el ataque de la infantería aliada contra la sólida posición defensiva paraguaya. El 22 de setiembre de 1866, cuando una vez finalizado el bombardeo naval se dio la señal de ataque, las columnas integradas por argentinos y brasileños avanzaron decididamente por el terreno fangoso con las bayonetas calzadas en sus rifles hacia una trampa mortal. Un fatal error de cálculo había lanzado las bombas arrojadas desde el río lejos de las posiciones paraguayas dejando prácticamente intacta la infranqueable posición guaraní. Era el inicio del desastre. Los compactos grupos de infantes aliados avanzaron hacia una muerte segura bajo las balas de los cañones y fusiles que asomaban detrás de las defensas. Tras 4 horas de infructuosos intentos por conquistar las trincheras enemigas, Mitre llamó a retirada. La derrota fue total. Los muertos aliados se contaron en miles. Las bajas paraguayas no llegaron a 100. Las fuerzas de la Triple Alianza tardarían un año en recuperarse de la catástrofe.

Las rebeliones internas

Como dijimos, en gran parte del territorio argentino la guerra provocaba un rechazo visceral. La derrota de Curupaytí y la publicación en Londres del secreto Tratado de la Triple Alianza generaron reacciones adversas de todo tipo. Un sector de la prensa comenzó a denostar el pacto infame y en las provincias se levantaron en armas grupos montoneros opuestos a Buenos Aires. Tan grave se tornó la situación interna que tropas de línea debieron retornar desde el Paraguay para sofocar los levantamientos. Surgió la figura del bravo caudillo catamarqueño Felipe Varela, quien inocentemente intentó sacar de su letargo a Urquiza: “...monte á cavallo á libertar de nuebo a la Rpca. qe de lo contrario cae en un abismo y sus abitantes serán víctimas...”. La carta iría a parar al cajón junto a las otras. Bajo la bota de Mitre, y entretenido contando las monedas, el entrerriano estaba muy ocupado haciendo negocios con la burguesía comercial de Buenos Aires como para atender a las cuestiones de la patria. La rebelión finalmente fue sofocada y las milicias retornaron al sofocante calor de los bañados paraguayos.

Se derrumba el Paraguay

La guerra se estaba haciendo eterna y la situación interna en los países aliados se complicaba. Para peor, internacionalmente la contienda estaba muy mal vista. Era la lucha de David contra Goliat. No es difícil imaginar de qué lado se encontraban las opiniones de los estados neutrales. Tras algunos combates, y ya sin la comandancia del Gral. Mitre, que había regresado a Buenos Aires por la muerte del vicepresidente Marcos Paz en la epidemia de cólera, la escuadra imperial sobrepasó la fortaleza de Humaitá que defendía Asunción aguas abajo y comenzó a bombardear la capital. La situación de Francisco Solano López era desesperante. En la retirada, la sospecha de conspiraciones contra su vida lo arrastró a cometer terribles excesos en perjuicio de los que hasta ayer eran personas de su confianza. No faltaron torturas, degüellos y fusilamientos de familiares, oficiales del ejército, asunceños de la alta sociedad y extranjeros. La idea de la rendición no tenía espacio en el pensamiento del vehemente líder paraguayo. Ante ese panorama, sus sacrificadas y valientes tropas estaban decididas a entregar hasta el último aliento por la bandera tricolor antes que hincarse de rodillas ante el enemigo. Tras la feroz batalla de Lomas Valentinas que duró 6 días, una Asunción ya abandonada por sus pobladores quedó a merced de los ejércitos aliados. La capital fue impunemente saqueada. Escribiría el Coronel argentino José I. Garmendia, testigo presencial de la barbarie: “Muebles, pianos, cortinajes, vajillas, puertas labradas, porcelanas, alhajas, cristalería, todo cuanto los espantados habitantes no pudieron llevarse consigo en la precipitación de su huída, fue cargado por el vencedor en sus barcos...”.

Persecución y muerte

La generosidad de los prestamistas británicos y la inagotable provisión de esclavos que bajaban de los barcos para reemplazar a los muertos pusieron en manos de las tropas del Imperio la filosa daga que necesitaban para clavar la estocada final. Acompañado por los restos lastimosos de su ejército y rodeado de mujeres, niños y ancianos, el presidente paraguayo huyó hacia el norte buscando las montañas y la selva donde extender su agonía. Como es de imaginar, iban escoltados por el hambre, la miseria y las enfermedades. Sabiéndose condenados, era un ejército de fantasmas que caminaba rumbo a la nada. “La guerra está concluida y aquel bruto tiene todavía veinte piezas de artillería y dos mil perros que habrán de morir bajo las patas de nuestros caballos” escribía el ya Presidente de la Nación Domingo F. Sarmiento en una carta. No se equivocaba el gran padre del aula que, paradójicamente, años después dejaría este mundo en Asunción, rodeado de esos “perros”. En Cerro Corá, el 1º de marzo de 1870, tras ser emboscado por tropas imperiales, el Mariscal Francisco Solano López sería lanceado y finalmente baleado a orillas de un arroyo. También moriría allí su hijo adolescente quién no quiso rendirse. Ambos fueron enterrados en ese pedazo de tierra que defendieron hasta morir. Como otros. Como muchísimos otros que llenaron con sus restos mortales “la fosa común mas grande que haya conocido la historia americana” a palabras del escritor argentino Agustín Pérez Pardella. Era el final de la Guerra de la Triple Alianza. Ya no había más Solano López. Ya no había más guerra. Ya no había más Paraguay.

El reparto de los despojos

No había finalizado la contienda cuando ya mandaba en Paraguay un gobierno establecido por el Brasil. Eran paraguayos, por supuesto. Pero las decisiones se tomaban en Río de Janeiro. Para el Imperio, el paso siguiente era formalizar la entrega de los territorios en disputa. Y así lo hizo, firmando un acuerdo a espaldas del Tratado de Triple Alianza que prohibía la negociación individual de los aliados una vez finalizada la guerra. En Buenos Aires la traición cayó como una bomba y hasta se llegó a hablar de una guerra contra el Brasil. Por suerte, la sangre no llegó al río. Tras años de arduas negociaciones en Asunción, Buenos Aires, Montevideo y Río de Janeiro, en las que no faltaron amenazas, mentiras, engaños y hasta sospechosas muertes, el 3 de febrero de 1876 se firmó el tratado por el cual Paraguay logró quitarse de encima la ocupación militar imperial y resolver, mediante arbitraje internacional, las cuestiones limítrofes con Argentina. Finalizada la abominable guerra, habiendo perdido gran parte de su territorio, prácticamente sin población masculina, devastadas sus plantaciones y sus haciendas, derrumbadas sus incipientes industrias y con los escasos sobrevivientes enfermos o mutilados, los ojos del Paraguay vieron evaporarse para siempre sus sueños de grandeza e independencia.

El negocio de la guerra

Como en todas las guerras, en el conflicto de la Triple Alianza hubo ganadores y perdedores. Y como en todas las guerras, la fortuna tocó a la puerta de los que siempre ganan. Los proveedores de los ejércitos, esas huestes sin bandera que solo se inclinan ante el sonar de las monedas, repitieron la costumbre haciendo, esta vez, pingues negocios a costa del oro que el Brasil entregaba a manos llenas. Poderosos hacendados y comerciantes de Buenos Aires y Entre Ríos se enriquecieron aún mas entregando carne, cueros y mercaderías a las tropas. Estos grupos sociales, de enorme influencia en las cuestiones socio-económicas y políticas de entonces, aumentarían su poder que ejercían desde obscenos palacios e inconmensurables estancias. Asegura el historiador León Pomer: "La Guerra del Paraguay fortaleció la clase oligárquica y parasitaria y la llevo a ejercer la hegemonía total sobre todo el territorio".

La peste del “vómito negro”

En 1871, los últimos coletazos de una guerra injusta y desigual golpearon a Buenos Aires como un castigo divino; el flagelo de la fiebre amarilla comenzó nuevamente a golpear las puertas de la ciudad. La enfermedad del “vómito negro” encontró, entre sus descuidadas y precarias condiciones urbanas y sanitarias, el entorno ideal para el mosquito transmisor de la enfermedad. Tremendas escenas se vivieron en esos días. Conventillos plagados de inmigrantes recién llegados eran vaciados y desinfectados a la fuerza por las autoridades dejando a sus ocupantes literalmente con lo puesto. Miles de cadáveres eran transportados en ferrocarril al flamante cementerio de la Chacarita. La huída generalizada transformó la urbe en un pueblo fantasma. En esos días, los porteños fueron testigos de conductas humanas absolutamente contrapuestas. Por un lado, la enorme valentía y solidaridad de quienes dejaron su vida ayudando a los enfermos; Por el otro, los patéticos testamentos falsificados con los que presuntos herederos pretendían quedarse con los bienes de los fallecidos.

Preguntas sin respuesta

No es sencillo determinar con certeza cuales fueron los motivos que impulsaron al gobierno liberal de Bartolomé Mitre a dejarse arrastrar por el Brasil en una aventura guerrera que previsiblemente tendría funestas consecuencias para todos los estados beligerantes. Analizando la situación internacional, la hipótesis de una intervención británica manipulando a su conveniencia las discordias entre los países de la América del Sur de mediados del siglo XIX parece tener sustento. Diría al respecto el historiador José María Rosa: “Los títeres no saben que representan movidos por hilos ocultos”. Esta teoría no descarta la subrayada por Juan Bautista Alberdi, furioso opositor al trágico conflicto, quien sentenciara con acierto desde su exilio francés: “Esta guerra no es sino un eslabón mas de las guerras civiles argentinas”. Muy cara le costaría esta posición al brillante publicista tucumano. Sus viejos enemigos políticos, Bartolomé Mitre y Domingo F. Sarmiento, jamás le perdonarían esta actitud, ni aún después de su fallecimiento en 1884.

Estas breves líneas no pretenden ofender la memoria de los miles de argentinos que regaron con su sangre los esteros paraguayos exhibiendo sacrificio, coraje y amor a la patria. Por el contrario, es de alguna manera, nuestro humilde homenaje a esos valientes compatriotas. Ellos no son responsables de las decisiones que se toman en los escritorios. Al desatar la venda que durante años nos privó de conocer estos hechos desgraciados que nos avergüenzan como argentinos y latinoamericanos, descubrimos que es posible trazar paralelismos con el presente. Hoy podemos ver, en vivo y en directo, como infames alianzas arrasan estados independientes llevando en alto los estandartes de “civilización”, “libertad”, “lucha contra la tiranía”, “libre comercio” y cualquier otra abstracción sin contenido que se adecue a sus necesidades. Evidentemente, el mundo no ha cambiado tanto.

Cuando han pasado mas de 135 años de la finalización de la Guerra de la Triple Alianza se nos ocurre una triste pregunta que lamentablemente jamás obtendrá respuesta: ¿ Que le hubiese deparado el destino a nuestros hermanos del Paraguay de no haberse llevado a cabo esta cruel guerra sin sentido ?. Desgraciadamente, nunca lo sabremos.

Autores

Paz Blanc
Marìa Cecilia Salatino
Gustavo Santander

Bibliografía

"Alberdi, los mitristas y la Guerra de la Triple Alianza", David Peña, 1965
"Cerro Corá", Agustín Perez Pardella, 1977
"Siete años de aventuras en el Paraguay", George Masterman, 1911
"El drama del 65, la culpa mitrista", Luis A. de Herrera, 1965
"La guerra del Paraguay", Miguel Angel de Marco, 2003
"La Guerra del Paraguay, estado, política y negocios", León Pomer, 1987
"La Guerra del Paraguay y las montoneras argentinas", José María Rosa, 1964
"Maldita guerra", Francisco Doratioto, 2004
"El Brasil ante la democracia en América", Juan Bautista Alberdi, 1946
"La mariscala", Sian Rees, 2004
"Anales diplomático y militar de la Guerra de la Triple Alianza", Gregorio Benites, 1911
"La cartera del soldado", Juan Ignacio Garmendia, 1973
"En tres meses en Asunción", Mario Díaz Gavier, 2005
"Vida y muerte de López Jordán" , Fermín Chavez, 1986
"Años de forja, Venancio Flores", Alfredo Lepro, 1962