Ese viernes no fue un día más en el hogar de la honorable familia Guido. Los transeúntes de la aledaña Plaza de la Victoria se habrán sorprendido gratamente al escuchar los gritos y llantos de alegría que provenían de la casa. Puertas adentro, el sincero y desbordante alborozo de los esclavos negros brotaba como un manantial al escuchar los primeros berrinches del recién nacido. Ese sofocante enero de 1827, el matrimonio compuesto por el General de Brigada Don Tomás Guido y Doña María del Pilar Spano recibía en su seno a Carlos, el cuarto de sus hijos. El recien llegado debería compartir el generoso afecto de sus padres con sus hermanos José Tomás, Daniel, y Pilar. Años mas adelante, llegaría Eduardo, que sería el último hijo de una de las parejas mas distinguidas de la antigua Buenos Aires.
Primeros pasos
Absolutamente ajeno a los espasmos de las constantes convulsiones sociales y políticas de aquel Buenos Aires del siglo XIX, el pequeño creció en un cálido ambiente familiar que le dio contención y afecto permanente. Bajo la protección e inseparable guía de sus hermanos mayores comenzó a reconocer una a una las desparejas calles de tierra que recorrían la pequeña villa. Su atrevida curiosidad lo llevó a convertirse rápidamente en un niño “ladino y travieso”. Orgulloso conocedor del lugar “donde se encontraban en los cercos de los arrabales los mejores huevos de gallo”, el pequeño diablo era “la pesadilla del viejo vizcaíno que cuidaba la quinta de la familia, quien a pesar de su tenaz vigilancia, jamás pudo presentar a su padre ni una breva, ni un durazno maduros”. El terco paso de los años lo alejó de los juegos infantiles de entonces, donde “nadie le ganaba a la rayuela, a la pelota y a los cocos”, para ponerlo bajo la áspera tutela del Sargento Rojas, riojano fiel ayudante de don Tomás, quién lo introdujo en los insondables secretos del “juego de la taba” y le enseño andar a caballo como Dios manda.
Rojo punzó
Hacia 1840, en una ciudad teñida por el rojo punzó que distinguía a quienes apoyaban, por convicción, conveniencia o miedo, al gobierno del Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas, el adolescente Carlos comenzaba tímidamente a interpretar la turbulenta realidad del lugar donde había nacido. Su padre, funcionario de primera línea del partido gobernante, había viajado tiempo atrás hacia Río de Janeiro como ministro plenipotenciario ante el Imperio del Brasil, acompañado por José Tomás y Daniel, sus hijos mayores. “Queriendo apartarlos del foco ardiente de las pasiones, de que era entonces Buenos Aires la encendida hornaza”, Tomás Guido llamó a su lado al resto de la familia. Carlos Guido y Spano se alejaría de su ciudad natal por largos años, perdiendo la oportunidad de ser testigo presencial de una de las épocas mas controvertidas en la corta historia de lo que hoy conocemos como República Argentina.
Nuevas experiencias
El inquieto adolescente, “en compañía de su madre”, se adentró en las marrones y escasamente profundas aguas del Río de la Plata montado en un carretón de enormes ruedas tirado por cuatro bueyes bien alimentados. Al llegar a la pequeña barcaza que los aguardaba lejos de la costa, acomodaron los baúles sobre la descuidada cubierta y se dispusieron a atravesar la distancia que los separaba de la nave que los llevaría a su destino final. Era una tormenta de nuevas experiencias para nuestro viajero. Los ojos del adolescente se agrandaban a medida que la gabarra se acercaba a la imponente fragata de guerra francesa “Glorie” que los llevaría a las lejanas y desconocidas tierras tropicales. El joven Carlos vería por primera vez aquel mar azul que fielmente describiría en el otoño de su vida: "Gran espejo de la naturaleza le dije, te saco tres veces el sombrero; sólo tus aguas, aun después de haberse bañado en ellas el sol desde el principio del mundo, serían capaces de lavar las inmundicias de la tierra sumergiéndola. Eres un elemento más limpio y más decente; sigue criando eternamente tus pecados; muge, brama, rabia cuanto quieras, y no bañes sino las costas, en donde el hombre pueda mirarte cara a cara sin avergonzarse de sí mismo".
El paraíso tropical
Río de Janeiro. La belleza indescriptible de la ciudad y sus alrededores fue demasiado para la indómita juventud del hombrecito del Plata. “Dios ha prodigado allí sus maravillas: la tierra es un altar, el cielo el cimborrio resplandeciente del templo en cuyos ámbitos se adora a la divinidad que todo en torno glorifica; y despertado en el alma el sentimiento de lo sublime, el hombre encuéntrase pequeño, confundiéndose luego sin esfuerzo en la armonía universal”. El andar de sus días de adolescente se consumía entre los paseos por las “agrestes montañas” y las “islas pintorescas” de aquella ciudad extraña, mitad poblado, mitad selva, radicalmente opuesta en todos sus matices a la polvorienta y paupérrima Buenos Aires de sus primeros años. La privilegiada posición social de su familia le abría también las puertas de la alta sociedad carioca, disfrutando de las tertulias y bailes organizados en el salón que su amada madre tenía siempre preparado para ese menester. Bajo el influjo de una urbe tan seductora, se dejó arrastrar por “la necesidad imperiosa de idolatrar a todas las mujeres” y dio amplia satisfacción a “la exhuberancia de sentimientos y de savia que sentía bajo aquel clima ardiente”.
El Bloqueo Anglo-Francés
Hacia 1846, las noticias que llegaban desde Buenos Aires no eran las mejores. Como en cada uno de los días en que Rosas estuvo en el poder, sus feroces enemigos internos y externos, se turnaban para combatirlo de todos los modos que les fuera posible. Los intelectuales exiliados hacían uso y mal uso de la prensa para denostarlo públicamente, cometiendo el imperdonable pecado de unirse a extranjeros para combatir al “tirano”. Las provincias del interior afectadas por el rígido puño con que Buenos Aires ahogaba la navegación de los ríos interiores eran capaces aliarse con el diablo con tal de desbancar al “Restaurador de las Leyes”. Y por si fuera poco, las grandes potencias de la época, Inglaterra y Francia, se negaban a admitir que un “gaucho inculto” pretendiera negociar con sus encopetados diplomáticos en pie de igualdad. “Creyéndola amenazada de un ataque inminente por las armas francesas, el apenas adolescente corrió a tomar un fusil”. En su arribo a Buenos Aires, observó indignado como las aguas del Río de la Plata estaban infestadas de barcos ingleses y franceses que intentaban bloquear el comercio de la pequeña ciudad. Pero no fue más que un arranque impetuoso de la juventud. Al poco tiempo, “desvanecido el peligro”, retornó a disfrutar de los placeres de la bellísima Río de Janeiro.
Primeros escritos
“Los meses, los años deslizábanse”. Dedicaba sus ratos de ocio a una ávida lectura, costumbre que traía desde sus días de infante en Buenos Aires, y a escribir “sus primeros versos, los más puros acaso, que pasaban como pasan las alondras en los valles, sin dejar ni un eco ni un recuerdo”. El joven no se amilanaba ante la mirada desconfiada de Don Tomás que hubiese deseado verlo “mas estudioso de las ciencias exactas y de útil aplicación”, pero “tenía el en su madre a una defensora entusiasta”. Su padre solía lamentarse encogiéndose de hombros al ver “sus gustos de trovador novel y su amor por las rimas, lujo de la literatura propio de los tiempos bonacibles”. Pero la “nobleza y benignidad” de su admirado progenitor aventaban rápidamente esas “nubecillas pasajeras”. Un profundo sentimiento de gratitud y cariño iba construyéndose día a día entre ellos. Ni siquiera el helado soplo de la muerte podría apagar esa llama vivaz que flamearía eterna.
La tragedia
Pero no todos serían buenos momentos en la vida de Carlos. “Alarmantes noticias de su hermano Daniel, dignísimo joven que había ido a estudiar la medicina a Francia”, llegaron desde el otro lado del Atlántico. El hermano menor “atravesaría el océano en un barco de vela, experimentando en el tránsito imponentes borrascas”. A los 20 años, en la soledad de París, Carlos conoció súbitamente la cara de la desprotección y desamparo. “Llegado apenas, en noche aciaga, supo de la trágica muerte de Daniel, acaecida en un bosque”. Había fallecido batiéndose a duelo. Ni siquiera pudo despedir a su amado hermano, al que años más tarde homenajearía bautizando con su “dulce nombre” a uno de sus hijos. “Encontrándose solo, derramó cuantas lágrimas tenía”, sintiendo por primera vez en carne propia la cruel y filosa guadaña del destino.
Francia y las barricadas
Recuperado del devastador golpe, salió a las convulsionadas calles de París a ver “pasear en el delirio de su efímero triunfo la revolución democrática”. Una revuelta encabezada por las clases postergadas de la sociedad había forzado la abdicación del Rey Luis Felipe I y promulgado la creación de la Segunda República, con la lógica consecuencia de importantes cambios políticos y sociales que pronto se extenderían a otras ciudades europeas en lo que se conoció como “La primavera de los pueblos”. Observando las barricadas levantadas en las calles, veía asombrado como “cada hora tras un acontecimiento, una sorpresa, una aberración, un retroceso o una nueva conquista sobre el régimen que estrepitosamente se derrumba. Nadie sabe a dónde le arrastra la vorágine. Se centuplica la potencia vital: el pensamiento es acción, la acción es fiebre. Imposible permanecer tranquilo cuando por doquier te solicitan el ruido de la calle, la palabra de los tribunos, los estímulos de las aspiraciones populares”. Entremezclado entre los revolucionarios, proclamó a viva voz la naciente República transformándose en un “propagandista ferviente aunque desconocido de la doctrina liberal”. Su vida era un frenético recorrido desde el “hotel a la taberna, de la taberna a la Sorbona, de la Sorbona a oír disparatar en las cámaras legislativas a los primeros oradores del mundo, y de allí a los teatros, a las visitas, a los museos, al gabinete de lectura, a la cucaña de los placeres fáciles”. Con el paso de los días, la fatiga de una vida tan ajetreada se hizo sentir y comenzó a echar de menos el cálido ambiente familiar que había abandonado. Pensaba en su madre. Su amada madre. ¡ Cuanto la extrañaba al recordarla !
El reencuentro
De regreso en Río de Janeiro, donde explota de “ventura, placer y júbilo” al reunirse nuevamente con los suyos, observa con admiración la evolución de una sociedad donde “se esparcen los beneficios de el comercio, la libertad y la paz”. Quizás enceguecido por el brillo y la pulcritud de la alta sociedad en la que se desenvuelve, no alcanza a percibir que se encuentra en uno de los últimos bastiones americanos de la esclavitud. A pesar de las presiones ejercidas por la Gran Bretaña, a pocos kilómetros de allí, los descendientes de los negros secuestrados vilmente en las salvajes costas africanas trabajaban día y noche en las gigantescas plantaciones de poderosísimos terratenientes, entre los que el joven Carlos seguramente se movía con toda afabilidad. Graciosamente, su admiración por las beldades del Imperio tenía un límite. El joven Carlos “no puso jamás los pies en el palacio del Emperador. Su padre quiso presentarlo alguna vez; mas para asistir a las recepciones de Su Majestad se necesitaba un uniforme, y la costumbre de los que no le tenían era llevar casaca de terciopelo verde y calzón corto de lo mismo. Resistiendo las instancias paternas, declaró terminante no consentiría jamás en presentarse en público vestido de cotorra”.
Se acerca la tormenta
A lo largo de los años, Brasil no se preocupó en disimular su “plan de redondear su territorio, teniendo por límites al Norte el Amazonas y al Sud el Río de la Plata. Su perseverancia en mantener la ilusión de realizarle, se ha puesto más de una vez en evidencia”. Hasta 1850, la soberbia defensa de los intereses rioplatenses que significaba la política de Juan Manuel de Rosas había servido como contención para las pertinaces pretensiones imperiales. Pero en setiembre de ese año, las relaciones entre la Confederación Argentina y el Brasil no soportaron tanta tensión. Rosas le ordenó a Tomás Guido romper relaciones con el Imperio y abandonar inmediatamente Río de Janeiro. No fue fácil convencer al antiguo héroe de la independencia de llevar adelante esa audaz jugada con quienes hasta ayer departía armoniosamente en las cortes imperiales. Tras la lectura de un duro ultimátum enviado desde Buenos Aires, ”el padre de Carlos, después de utilizar toda la fuerza de su capacidad diplomática, inagotable en recursos, viose obligado, rotas las relaciones oficiales, y obedeciendo órdenes terminantes del Gobierno, a regresar a Buenos Aires”. Menudo golpe para la familia Guido. “El viento de la política vino a dispersar la bulliciosa nidada”.
La expulsión
“Sin compromisos anteriores de esos que ligan fatalmente a los hombres a situaciones azarosas, protegido del cariño paternal, temeroso de verme envuelto en malos trances, y apoyado por mi madre dispuesta siempre a sostener y levantar mi carácter”, Carlos decidió quedarse en Río de Janeiro donde podría “asociarse al movimiento literario de la época”. Provenía de una familia “donde reinaban la bondad, la inteligencia, la alegría y el arte, pues allí todos los hermanos, cuál más y cuál menos, éramos amantes de las letras, de la música y del canto”. Había encontrado en la sociedad carioca un espacio cultural en el que desarrollar su amor por la poesía y su pasión por lo bello y lo sublime. Realizó traducciones al portugués donde “alcanzó el mejor éxito, recibiendo de la prensa felicitaciones calurosas”. Pero sucedió “un caso imprevisto”. Lógicamente, al Gobierno brasilero la permanencia del hijo del ministro plenipotenciario de un país con el cual se acababan de romper relaciones diplomáticas le resultó algo sospechosa. Un buen día, la policía golpeó la puerta de su casa y le entregó en la mano la orden inmediata de salir del Imperio. Al leer la nota se preguntaba sorprendido: “¿ Cuál era su delito, su infracción a las leyes ?”. Consideraba la dura intimación ”una verdadera indignidad”. Viendo pisoteados sus derechos elementales, Carlos se resistió hasta donde le fue posible, llegando al extremo de ”repeler enérgicamente el lenguaje inconveniente y altanero del jefe de policía, un señor Couto de patibularia catadura, a consecuencia de lo cual fui arrestado en el cuartel dos Permanentes, saliendo a las dos horas”. Antes de partir desterrado, descargaría su indignación en unos escritos de la prensa opositora, donde ”atacaba por el frente y los flancos la política tortuosa del gobierno imperial en lo concerniente a los negocios del Río de la Plata, sin apartarse un ápice de la verdad histórica, apoyada en trascripciones auténticas de documentos oficiales, ni perder el aplomo que el asunto y las circunstancias requerían”. En realidad, al alejarse su padre de Río de Janeiro, el improvisado espía había heredado el manejo de un servicio que se ocupaba de obtener información, comprar armas y repartir dinero a la prensa opositora. Rosas, sagaz y astuto, no era hombre de descuidar esas cuestiones.
Nuevamente en el viejo Mundo
Contra lo que es de suponer, Carlos Guido y Spano no retornó a Buenos Aires junto a su familia. Quizás lo hizo atendiendo a recomendaciones de su padre acerca de no retornar a una agitada Buenos Aires, que esperaba el inminente ataque del Imperio del Brasil, cuyos diplomáticos estaban en Montevideo negociando el alquiler de la poderosa caballería de Justo José de Urquiza para atacar a Rosas. Las costas de un ”viejo Portugal” que “no era Europa, ni África” recibieron al trotamundos del Plata. Tras ”ver toda Lisboa hasta en sus mas apartados arrabales”, subió a un barco que lo depositó en las Islas Británicas, “formidables reinas del océano, envueltas en su manto de nieblas”. Inició su recorrido inglés en las costas de Southampton, donde años más tarde encontraría refugio Juan Manuel de Rosas, quien era en ese momento el hombre más poderoso a ambas orillas del Río de la Plata. Tras un breve recorrido en el tren que unía a esta ciudad con Londres, dio con su humanidad en la capital del Imperio Británico, donde “aprovechó el tiempo del modo mejor posible con la actividad de una ardilla”. Allí pudo observar de cerca aquella sociedad donde “la igualdad ante la ley es menos quimérica que en cualquier otra parte”, mas con los años el hombre no se dejaría llevar por las apariencias al deducir que “una cosa es admirar el ensanche inmenso de ese Imperio sin mas ley que la fuerza puesta al servicio de la conquista en el exterior y del derecho en casa”. En busca de nuevas emociones, se alejó de las Islas poniendo rumbo hacia el continente a través del Canal de la Mancha. “La bella France le abría de nuevo sus brazos, donde volvió a sus antiguas amistades, a frecuentar academias y teatros “. Pero el París de 1851 no era un lugar tan apacible como parecía a simple vista. El sueño de la Segunda República, que casualmente Carlos Guido Spano había visto nacer desde las barricadas, se convertía en polvo tras un golpe de estado que transformó la Francia nuevamente en una monarquía. Nuestro hombre participaría en la defensa de la democracia “teniendo el honor de recibir entre las filas del pueblo amotinado, el fuego de los pretorianos al servicio de la ambición rampante. Se desgañitó vivando a la República, execrando al usurpador y sus esbirros”. Pero todo fue en vano. La República cayó y, con su debacle, los ideales del joven porteño sufrirían un baño de realidad que seguramente le serviría como experiencia en el futuro.
La caída de Rosas
Comienza a desandarse el año 1852. Arriban noticias desde Buenos Aires. Tras la desigual “batalha de Monte Caseros”, el Brasil había logrado su objetivo. Juan Manuel de Rosas marchaba desterrado rumbo a Southampton a bordo del barco británico “Conflict” y ahora el liderazgo de la Confederación Argentina estaba en manos del multimillonario caudillo entrerriano Justo José de Urquiza. Ansioso por retornar a Buenos Aires tras conocer tan inesperados sucesos, Carlos puso rumbo al Río de la Plata. Por fin tornaba a ver la patria después de largos años de ausencia. “No bien por entre los jirones de la niebla matinal vio delinearse a Buenos Aires en el horizonte lejano, le palpitó el pecho fuertemente y se le agolparon las lágrimas”. Al avanzar hacia la playa, “reconoció sitios muy caros a sus recuerdos de infancia”. La cúpula de la Catedral, la Alameda, las torres del convento de las Catalinas, el Fuerte. “Una ráfaga del pampero había disipado la neblina. La aurora fresca y brillante se reflejaba en las aguas que se teñían de púrpura. Ese cielo límpido era su cielo, esa tierra era su tierra; allí había nacido y allí quería morir”.
Buenos Aires, despues de tanto tiempo...
“Recién desembarcado, ignorante de los sucesos políticos, vio al atravesar la plaza de la Victoria, yendo en dirección a su casa, un trozo de tropa en formación. Preguntó qué significaba aquella gente, y le contestan que estaba recibiendo el premio por la revolución de septiembre”. Pronto le explicaron lo que había sucedido. En sus primeras medidas de gobierno, Urquiza había osado equiparar los derechos de las paupérrimas provincias del interior con los derechos de Buenos Aires. Eso significaba, entre otras cuestiones, el reparto de las rentas de la Aduana entre todas las provincias argentinas. Los dineros públicos ya no serían administrados bajo el arbitrio exclusivo de la burguesía portuaria. El núcleo dirigente porteño, por cuyas venas unitarias circulaba el veneno acumulado en los años del exilio, prefería vivir eternamente en el infierno antes que dejar en manos de otro “gaucho salvaje” la llave del arcón de las riquezas que redituaba el próspero comercio del puerto local. El 11 de setiembre de 1852, no bien Urquiza abandonó Buenos Aires para concurrir a la apertura de la Asamblea Constituyente en Santa Fe, los locales se rebelaron y tomaron el control militar y administrativo de la ciudad. A partir de ese momento, nuestro territorio albergaría dos estados independientes por casi diez años. El vigoroso Estado de Buenos Aires disfrutaría a pleno de los beneficios generados por las exportaciones de la pujante campaña bonaerense, mientras que “Los trece ranchos” de la Confederación Argentina pasarían esa década administrando miseria.
Los nuevos "mandones"
La agitada vida social y política de la escindida Buenos Aires sorprendió al recién llegado. “Se encontró con un tribuno en cada bocacalle y un escritor en cada teja”. En los corrillos de los flamantes clubes políticos se forjaban los nuevos dirigentes de la gran ciudad, donde “eran los más osados los que prevalecerían”. La prolongada ausencia del viajero no le permitió advertir que muchos de esos elocuentes oradores hasta ayer portaban orgullosamente su cintillo rojo punzó y eran conspicuos funcionarios o adeptos acérrimos al gobierno de Rosas. A varios años allende los acontecimientos, Carlos Guido y Spano llegaría a describir con singular dureza esa “época sin horizontes y sin grandeza, en que los caracteres desaparecían en el torbellino de las contiendas civiles, provocadas por una propaganda que afilia a sus banderas a los aventureros del sable y a los energúmenos de la palabra escrita; época de los sofistas, de los tornadizos, de los intrigantes, que después de guerrearse a muerte, entre una conjuración y una batalla, en el mismo plato con sus enemigos mil veces execrados, sin perjuicio de clavarles un puñal por la espalda, o de recibirles debajo de palio para trepar juntos al poder, según las conveniencias del momento”. El regreso a Buenos Aires, marcaría un punto de inflexión en la vida de Carlos Guido y Spano. La juventud se había esfumado y con ella los bailes, los banquetes, los viajes y el dinero. Acostumbrado a moverse en un entorno refinado y exquisito, había tenido una vida basada en el presente, sin preocupación en el porvenir. Se acercaban los tiempos de la escasez, de la enfermedad, del dolor. Y tambíen, llegaría el tiempo de la poesía.
Un territorio, dos Estados
La convivencia entre Buenos Aires y la Confederación Argentina fue todo lo escabrosa y complicada que se pueda imaginar. Fue una triste época de invasiones, bloqueos, fusilamientos y saqueos. Hacia fines de 1852, tropas al mando del Coronel Hilario Lagos, en combinación con la escuadra de la Confederación Argentina sitiaron la ciudad de Buenos Aires con el objetivo de forzarla a reunirse nuevamente con el resto de las provincias. Carlos Guido y Spano, quizás algo confundido en las turbulentas aguas de la política argentina de entonces, “prefirió colocarse entre los sostenedores de la autoridad y a combatir el sitio a mano armada”. “Montó a caballo, y desde el primer momento de la revolución, en la Plaza del Parque, frente a los sublevados, se puso al lado del general Ángel Pacheco, ministro de la guerra del Estado de Buenos Aires”. Este general, poderoso terrateniente y otrora compañero del padre de Carlos en la expedición libertadora a Chile y Perú al mando del Gral. San Martín, había sido uno de los camaleones que mas rápidamente se había adaptado al nuevo estado de cosas en el Río de la Plata. Hombre de máxima confianza de Rosas hasta su caída, sospechosamente brilló por su ausencia en la decisiva batalla de Caseros. Es de reconocer que no eran los escrúpulos una cuestión distintiva en su conducta. Al respecto, supo referir en una carta un espía que Rosas tenía entre sus secretarios: “con su nombre han aumentado su diccionario los gauchos en la campaña, significando con pachequear, robar”. El sitio de Buenos Aires, que se extendió por siete meses, fue desbaratado con el recurso que los porteños siempre tenían reservado para estas ocasiones: el soborno. Comprado el jefe de la escuadra y algunos oficiales del Gral. Lagos, el riesgo se diluyó y Carlos pudo retornar al cálido entorno del hogar paterno.
Caza de brujas
Tras la caída de Rosas, los nuevos dueños de la ciudad de Buenos Aires asumieron una conducta absolutamente hostil contra cualquier cosa que representara el régimen derrocado. No todos los porteños que habían apoyado el régimen rosista giraron su veleta siguiendo la dirección de los nuevos vientos. Quienes se negaron a plegar sus banderas rojo punzó, fueron sometidos a una verdadera “caza de brujas”, persecución en la que resultó naturalmente afectado por su posición el ya anciano Gral. Tomás Guido. Desterrado a Montevideo, “en un acto atentatorio del gobierno, causando para la familia indignación y ruina”, el héroe de la Independencia y su familia debieron cruzar el Río de la Plata en busca de un lugar mas acogedor para seguir con sus días. Tras una breve estadía en Montevideo, cuando las aguas del agitado Buenos Aires comenzaron a calmarse, Carlos Guido y Spano regresó a Buenos Aires donde “vivió en el olvido mas completo”. Los años fueron pasando sin que Carlos encontrara su espacio en una Buenos Aires donde “sólo de tanto en tanto rompía el silencio para protestar contra los hechos o las doctrinas de una época señalada por aberraciones deplorables”. Supo participar con el seudónimo de "Rosendo" en un incisivo periódico laico con llegada a pocos suscriptores. En 1860, al asumir Santiago Derqui la presidencia de la Confederación Argentina, “fue requerido para ocupar el puesto de subsecretario de Estado en el Departamento de Relaciones Exteriores”. Seguramente influyó en esta convocatoria la influyente recomendación de su padre, que años antes había sido nombrado como Presidente del Senado del Congreso de Paraná, capital de la Confederación. “Durante dos años desempeñó ese cargo, al lado de cinco diferentes ministros, sirviéndole hasta poco antes de derrumbarse la administración que gobernaba la República, excepto Buenos Aires, temporalmente segregado”. Fue un tiempo de dura faena en la que durante el día “trabajaba como un negro” y por las noches “jugaba a las cartas con algunos viejos marrulleros”. Con la discreta compañía de otros altos funcionarios, “ocupaba la mañana a los asuntos graves, tratados con la seriedad requerida y a la noche se convertía en un criollo capaz de darle tantos al truco al mismo Santos Vega, aunque es probable que con tantos o sin ellos Santos Vega lo habría desplumado”. Confesión de parte que da veracidad a los escritos del investigador Hugo Galmarini en la biografía de Tomás Guido; Las épocas de abundancia habían dejado expuesto el talón de Aquiles de Carlos Guido y Spano: El juego.
Cepeda
En 1859, el delgado hilo que sostenía las relaciones entre el independiente Estado de Buenos Aires y la Confederación Argentina se cortó, como era previsible, y los campos de Cepeda fueron regados nuevamente por la generosa sangre de argentinos que no mezquinaban coraje en esas situaciones. El poderoso ejército del Gral. Urquiza sometió con facilidad a las tropas al mando del Gral. Bartolomé Mitre, quien se vió obligado a retirarse a Buenos Aires, donde intentó sin éxito engañar a los incrédulos porteños que pronto vieron como las tropas de la Confederación Argentina se estacionaban en las afueras de la ciudad en actitud amenazante. La oportuna mediación del futuro Presidente del Paraguay, Francisco Solano López, y de otros diplomáticos extranjeros, evitó que las tropas urquicistas entraran a la ciudad a sangre y fuego. El Pacto de San José de Flores, que Mitre firmaría con los dedos cruzados, le permitiٌó a Buenos Aires ganar el tiempo necesario para reorganizar sus fuerzas y prepararse para la revancha. La situación se calmó por un tiempo y ambos gobiernos tuvieron acercamientos que tendrían su punto culminante en el agasajo ofrecido por los porteños a sus vencedores de Cepeda. En esos días, la masonería, de la cual los mas encumbrados dirigentes de ambos Estados eran máximos exponentes, se ocuparía de limar las asperezas y lograría convencer al díscolo Urquiza de las bondades de encerrarse en su Palacio de San José a ocuparse de sus múltiples negocios, dejando las riendas de la cosa pública en manos del liberalismo porteño. Carlos Guido y Spano “aprovechó la ocasión para visitar a la familia, sin asistir a ninguno de los bailes, recepciones, banquetes que se sucedían teniendo en movimiento a la ciudad entera”. “Hizo algo ciertamente mejor; se casó con una bella y virtuosa joven” llamada Sofía Hynes. Esta distinguida dama, hija de un militar inglés que se radicó en Buenos Aires al finalizar las invasiones inglesas, sería con los años “la madre de sus hijos” María del Pilar, Tomás, Carlos, Miguel y Juan. Con los años, el drama visitaría el hogar de los Guido y Spano al morir en plena infancia Daniel, el hijo con cuyo nombre supo homenajear a su amado hermano muerto en Francia.
La República unificada
En 1862, tras la inútil batalla de Pavón, “El gobierno de Paraná, donde continuaba ejerciendo su cargo, cayó de bruces empujado por la traición y la intriga”. A partir de ese momento, la República Argentina, ya unificada y en manos de los porteños, comenzaría un sangriento proceso de eliminación definitiva del caudillaje provinciano. Sin trabajo, “con cuatro patacones que eran su único peculio en este mundo”, Carlos se embarcó hacia Montevideo donde “encontró allí a su protector padre. Se arrimó a su lado y participó como siempre de su pan y su techo, agradeciendo que no hay hijo que haya recibido más beneficios de quien le diera el ser. Pero la posición de su padre era en extremo precaria, y habiendo este regresado a Buenos Aires, quedéme yo en Montevideo a Dios y a la ventura”. “Felizmente pudo encontrar en una imprentilla, merced a los empeños de un amigo, el oficio de corrector de pruebas”. Sin mucho que perder, probó suerte en otros empleos, algunos de ellos algo risueños, como el de intentar colocar en el Brasil, gracias a sus contactos, “tal carne que más parecía un cuero de búfalo resecado al sol, que no alimento de cristianos. ¡Mas qué otra cosa podía hacer, las circunstancias...! Si en ese tiempo le comisionaban a ir a proponer en venta un cargamento de tocino al mismo gran Rabino da Jerusalén, se largaba en el primer piróscafo e iba derechito a ofrecérselo sin santiguarse, aunque el redomado judío lo hiciese ahogar en la piscina de la sinagoga”.
La Alianza de la verguenza
Ya de vuelta en Buenos Aires, y “sin elementos para echar raíces en la tierra, se refugió en las nubes, parapetándose en sus libros donde leía mucho y aprendía poco”. Observaba impávido como “otros entretanto con su ignorancia a cuestas, tenían las propiedades de las plantas trepadoras; enredándose al gran árbol de la libertad que llamaban, siendo sólo acaso un ombú carcomido; echaban vástagos, desparramábanse pomposos y subían, subían, hasta encaramarse, ahogando el árbol susodicho, a las áridas cumbres de la política en acción. Trepados allí, se transformaban como por ensalmo en gobernadores, en ministros, conservando una seriedad admirable, lo que no les impedía hacer cada barbaridad de espantar”. Pronto pudo observar “desde su montaña desolada” como el partido gobernante fomentaba la discordia en la Banda Oriental del Uruguay, para mas tarde, ya en alianza con el Imperio del Brasil, llevar los ejércitos al Paraguay con el secreto objetivo de eliminarlo de la faz de la tierra. Indignado, cuando “la voz de ningún argentino osaba protestar todavía en nuestra capital, sometida arbitrariamente al duro régimen del estado de sitio” y a los escritos perturbados ”de una prensa desorientada y frenética”, “quiso salvar su voto de ciudadano libre” expresando su rechazo a la guerra ”en forma pública y vigorosa”. No era sencillo por esos días oponerse al desquicio bélico que obnubilaba las mentes porteñas. Juan Bautista Alberdi, José Hernández, Olegario Andrade y Miguel Navarro Viola fueron algunos de los escasos cruzados que lo acompañaron desde la prensa, sufriendo infames acusaciones de traición a la patria. Carlos Guido y Spano no pensaba dejarse doblegar ante el miedo y las amenazas. “Algunos días de arresto mal pudieron sofocar los dictados de su conciencia sublevada. Uniendo la acción a la palabra, agitado por la necesidad del sacrificio, fue a reunirse a los defensores de Paysandú, condenados de antemano a la derrota encontrando sólo a su llegada las ruinas humeantes de la noble ciudad, y los cadáveres mutilados de sus héroes. Amenazado Montevideo de inminente catástrofe, corrió en seguida a pedir un lugar en las filas de los que se mostraban dispuestos a imitar la hazaña de sus compatriotas inmolados”. No pudo ser. ”Montevideo traicionado cayó sin combatir. Lleno de ira y de vergüenza cual si fuese cómplice en la vil trama que entregó aquella plaza, se retiró de ese campo de oprobio a vivir de nuevo en su aislamiento”.
El dolor, otra vez la tragedia
De regreso en Buenos Aires, durísimos momentos le aguardaban a Carlos. El infatigable paso del tiempo se llevó la vida “de sus padres venerados con la sola diferencia de un año”. Tan tremendas pérdidas se hundían como un puñal en sus entrañas. “Sabía lo que debe el hombre a la naturaleza, y antes de confundirse en su seno, confiesa haber pagado ya largamente tributo ofreciéndole en holocausto su corazón en pedazos”. Sus pequeños hijos y sus amigos dieron algún consuelo al hombre malherido que pronto debería rescatar fuerzas desde lo más profundo para enfrentar otro lacerante golpe del destino. Corría 1871, “cuando La fiebre amarilla penetró traidoramente en nuestra amada ciudad, cundiendo con rapidez asoladora. El pueblo y las autoridades se aterraban y Buenos Aires se moría”. “Reunido frente mismo de la Municipalidad azorada” es iniciador, junto a otros valientes ciudadanos, de “una Comisión denominada Popular”. En los días de la fiebre, “es ella quien gobierna. Con su actitud llama al deber a las autoridades fugitivas o inertes, retempla los espíritus, aviva en las almas nobles la llama inextinguible de la caridad evangélica; delibera, organiza obra; se apodera del tiempo, junta el día y la noche; vigilante, infatigable, resuelta, impera por la voluntad, se impone por el sacrificio y levantando en alto la insignia de la piedad cristiana, triunfa con ella del miedo y de la muerte”. La enfermedad del “vómito negro” se lleva la vida de varios de sus integrantes. Sacerdotes, médicos, policías, abogados, enfermeros, monjas. Quince mil personas murieron. Carlos Guido y Spano salvó su vida. Al menos la mitad de ella. El día de los santos inocentes de ese año despreciable, ”la horrorosa epidemia que asoló a Buenos Aires” se llevó también a “la amable compañera de su vida afanosa, su dulce Sofía, a quien vio doblegarse como una palma bendita ante soplo de la muerte”. Tenía solo treinta y cuatro años.
El tiempo de la poesía
A pesar de lo difícil que era continuar por la senda de la vida ante golpes sucesivos tan penosos, logró, ”enjugando las lágrimas con el revés de la mano, echar llave al tesoro de sus penas” y seguir adelante. ”Forzado a vivir contemplando los astros, sin encontrar ocupación adecuada sus escasas aptitudes” dedicó su tiempo a la producción literaria. Estos escritos, “producciones fugaces que nacieron de su amor a lo bello y a las cosas grandes y sencillas” fueron recopilados en un solo libro llamado “Hojas al viento” que fue una “humildísima ofrenda al sentimiento y al arte”. La prensa recibió las poesías con ”esplendores y nubes: al lado del aplauso la censura, pero censura blanda, llena de atenuaciones lisonjeras”. “¿ Cómo agradar a todos sin poseer la magia del genio prepotente ?”. No era posible. ”Opinaban, que si bien sus versos no eran del todo malos, tenían en cambio, el defecto de ser excesivamente limados y pulidos. Los habrían querido más escabrosos, más espontáneos y profundos, algo así que manase a borbotones, a manera del agua surgente de algún pozo artesiano”.
Sobreviviendo
“Aumentada la prole, disminuidos los arbitrios legítimos, sin que ninguna oleada próspera pusiese a flote al desmantelado bajel, su situación económica llegaba a ser inverosímil”. Era necesario que pronto se procurase algún ingreso que lo ayude con las cuestiones terrenales. Si bien era un hombre popular en Buenos Aires, es posible que la compasión de alguno de sus amigos haya intercedido para que el Ministro Nicolás Avellaneda lo designase para el cargo de secretario del Departamento Nacional de Agricultura, organismo próximo a crearse. Allí fue pues que ”como sus conocimientos en la materia eran en verdad limitadísimos, se puso a estudiar, teniendo presente a Plinio el naturalista quien en su avidez de instruirse, ni aun en la litera, ni en el baño, dejaba de leer tomando apuntes”. Este hombre, que entre amigos comentaba risueñamente que al campo solo lo había visto pintado, al poco tiempo, ”no pensaba más que en sembradoras y cosechas. Se encontraba capaz de hacer brotar porotos hasta en la escribanía de hipotecas”. Se transformó de la noche a la mañana en “un hombre esencialmente rural. Durante dos años sólo vivió de hortalizas. Todo lo veía verde, los ministros, el Congreso, hasta sus hijos”. En 1874, una revolución encabezada por el inefable Bartolomé Mitre pretendió evitar que Nicolás Avellaneda asumiera el poder tras fraudulentas elecciones, como era costumbre en esas épocas. Nuestro experto en hortalizas, ”dejando trillos y arados, sintiendo en su pecho un tambor interior que no cesaba de tocar calacuerda, corrió al combate; pero sus adversarios corrían más que el, y no le fue posible ni verles el polvo; tan listos anduvieron”. Lo que duró la rebelión “no dejó de costarle algunos sacrificios”. “Su fiel criado Secundino, puesto al cuidado de sus hijos pequeños, tenía orden de ir vendiendo sus libros durante su ausencia, conforme lo requiriese la necesidad de atender al gasto diario de la humilde casa. La mayor parte de los clásicos de su biblioteca fueron víctimas de la guerra civil, siendo enajenados a vil precio. Si dura un poco más la guerra, se hubiese quedado sin tener otra cosa que leer, sino los discursos de ciertos oradores, declarados por Secundino, completamente invendibles”.
Venerable anciano de Buenos Aires
Sofocada la revolución, Carlos “pasó de la Agricultura a la Dirección del Archivo General de la Provincia”. Allí “cambió sus legumbres por viejos pergaminos”. Ejerció paralelamente la presidencia de la Sociedad Protectora de Animales. Con funciones de vocal, integró el Consejo Nacional de Educación durante 13 años. A los 67 años, los efectos del reumatismo empezaban a hacer mella sobre la endeble figura del poeta. Una fractura provocada por una caída en la calle, sumada a la cruel enfermedad, paulatinamente le fue imposibilitando su andar. Mientras pudo caminar por las calles de Buenos Aires, los habitantes de la Gran Aldea lo saludaban con afectuosidad y reverencia. Solía vestir amplia bombacha negra y hopalanda, una especie de sotana, con la que intentaba ocultar sus dificultades en la marcha. El sombrero de color blanco y su "leonina" barba blanca siempre peinada le daban un aspecto patriarcal con el que seducía a niños, jovenes, mujeres y hombres que lo observaban y escuchaban con admiración. En 1877 había encontrado una nueva compañera para sus últimos años conformando un nuevo matrimonio con Micaela Lavalle Darragueira, que no lo abandonaría hasta el último de sus días y le daría a Francisco, un nuevo vástago para su prolífica cosecha.
Sus últimos años
Hacia 1894, ante el avance irremediable de su enfermedad, debió resignarse a vivir sus días recostado en su cama. Rescatado de la pobreza extrema, sobrellevó su ancianidad dignamente gracias a una decorosa jubilación que la había otorgado el Congreso de la Nación en 1894. En 1907, el mismo Congreso le otorgó una partida de dinero para que pudiese adquirir un techo propio. Postrado en su hogar, recibía diariamente la visita de amigos, familiares, autoridades políticas y eclesiásticas, hombres de la cultura, estudiantes y obreros. Todos eran bien recibidos en la casa del admirado poeta, cuya estampa parecía transmitir una sensación de paz y sabiduría que enamoraba a los visitantes. Eterno amante de la música, ya muy anciano solía entonar dulces melodías en su flauta de marfíl y plata que siempre lo acompañaba. Había recorrido un largo camino. Su longevidad le había permitido conocer personalmente a héroes de la Independencia, a defensores y detractores del rosismo, a quienes organizaron la República a sablazos, a los iluminados que desarrollaron y arruinaron la Nación. Puede decirse que a todos conoció. Hombre independiente por naturaleza, ante ninguno se dobló.
El adiós
El amanecer gélido de aquel 25 de julio de 1918 marcó el tiempo de la despedida para el mito viviente de Buenos Aires. Tal como había pronosticado Jósé Manuel Estrada, "Guido es poeta por naturaleza, por fatalidad: ha vivido cantando, morirá soñando". Lo acompañaban su esposa, sus hijos y sus nietos. Con inmenso dolor, Buenos Aires entero lo despidió con lágrimas, prometiendo recordar para siempre al anciano que parecía dispuesto a sobrevivir a todos. Los diarios de la época dieron a conocer la triste noticia dedicando grandes espacios a evocar su personalidad inquebrantable, su inmensa calidez y su humor inteligente y ameno. Sus restos fueron depositados en la tumba que sus manos habían construído para su padre en la Cementerio de la Recoleta. Su morada definitiva, humildemente levantada con piedras, rodeada de bellas esculturas y imponentes panteones, es una muestra cabal de la humildad del hombre que se reía de la obsesión por lo material que caracterizó a sus tiempos. "Todo lo ví, todo lo anduve" solía decir recordando tiempos antaños. No faltaba a la verdad. Para nosotros fue, simplemente, un hombre libre.
“Sigamos firmes hasta el fin, y cuando haya de caerse,
que sea con la sonrisa en los labios, serenamente, y en paz”
(Carlos Guido y Spano)
Bibliografía
“Autobiografía”, Carlos Guido y Spano, 1948
"Carlos Guido y Spano, poeta y hombre de bien", Pablo Fortuny, 1967
"La personalidad de Guido y Spano", Ernesto Quesada, 1918
“Juan Lavalle”, Patricia Pasquali, 1996
“Rosas y el bloqueo anglo-francés”, Nestor Colli, 1978
"El pronunciamiento de Urquiza", José María Rosa, 1958
"Tomás Guido", Hugo Raúl Galmarini, 2006