24 de noviembre de 2006

Iluminados

[Continuación de 11 de Septiembre de 1852]

Pacto de conveniencias

Con el triunfo de la revolución del 11 de septiembre de 1852, la poderosa provincia de Buenos Aires quedó en manos de un heterogéneo grupo de hombres ilustrados y temerarios que provenían de diferentes tendencias e ideologías. Podía verse allí al centralismo obstinado e irrefrenable de los unitarios de la vieja escuela, representado en la figura distinguida y respetada de Don Valentín Alsina, veterano en las subterráneas oscuridades de la intriga y la conspiración. El liberalismo, insuflado por los vientos llegados de la convulsionada Europa, era representado por jóvenes militares e intelectuales que, al mirarse en un espejo, se enceguecían ante la refulgente figura de un “Iluminado”, único ser capaz de llevar a la naciente República por el sendero del progreso y la civilización. Entre otros, esta corriente estaba integrada por el artillero y poeta Bartolomé Mitre y el prolífico publicista Domingo F. Sarmiento, por esos días en Chile. Sin duda eran los más talentosos y determinados abanderados de esa generación. Estos dos grupos estaban compuestos, en general, por hombres de escasos recursos económicos debido a sus “aficiones intelectuales” y a los largos destierros que habían padecido. Pero sucede que cualquier proyecto viable requiere de un aporte monetario para transformarse en una realidad que se sustente en el tiempo. En este caso, pudieron contar con el dinero de terratenientes rosistas que, atemorizados ante la perspectiva de perder sus “privilegios y fortunas”, no le hicieron asco a un pacto con personajes que hasta ayer eran sus más fieros enemigos. Allí podemos ver los nombres de Lorenzo Torres, Nicolás Anchorena y el Gral. Ángel Pacheco, que otrora habían amasado sus fortunas bajo el ala protectora de Juan Manuel de Rosas y ahora lo negaban como el buen Pedro lo hizo con Cristo.

La República Mesopotámica

Desenganchados del carro algo desvencijado del Gral. Urquiza, los porteños nombraron interinamente como Gobernador de la provincia al veterano Gral. Manuel Pinto, hombre de “moderación y delicadeza”, que pretendía circunscribir la sublevación al ámbito de la provincia. Pero no todos tenían la misma idea. Envalentonados por el simple trámite que resultó la revolución que expulsó al caudillo de Entre Ríos, los “Iluminados” quisieron ir por todo y se lanzaron decididamente hacia las provincias para abortar el proyecto constitucional de Urquiza. Para los gobernadores del interior la situación era muy compleja antes de la revolución del 11 de septiembre. Con la escisión de Buenos Aires, el clima se tornó irrespirable ante las nubes sofocantes de la incertidumbre y el temor. Desde el puerto comenzaron a partir emisarios hacia algunas ciudades importantes en un intento por sumar adeptos a su causa, buscando debilitar la endeble estructura de voluntades que se adherían al plan constitucional del caudillo entrerriano. El Gral. Urquiza, a esta altura de los hechos, temiendo perder el apoyo de las provincias, comenzaba a pensar en la conformación de una República Mesopotámica. Le escribía al Gobernador de Corrientes: “Si lo que no es de esperar desgraciadamente sucediese, estoy enteramente conforme con sus ideas, en que nuestras dos provincias puedan formar por si solas un Estado fuerte...”.

Las cartas

Desde la Sala de Representantes, Mitre emitió un Manifiesto donde invitaba a las provincias a sumarse a un Congreso Nacional auspiciado por Buenos Aires y comenzó a enviar cartas seductoras a los nidos de liberales provincianos que se mantenían en permanente estado conspirativo. En Santiago del Estero, el gobernador era el unitario Manuel Taboada, hombre de ideas quebradizas con fama de ubicarse “siempre en el sol que más calienta”. Mientras este se mostraba fiel a Urquiza, su hermano Antonino recibía con ruin ansiedad las cartas de Mitre: “...Su influencia sobre las provincias del norte lo indican como el hombre llamado a encabezar un movimiento en esas provincias dando a los pueblos la gloriosa señal de redención. La Providencia brinda a Ud. una corona.... Santiago del Estero, Tucumán, Salta y Jujuy acaudilladas por usted, obligadas por un pacto especial, pueden formar una coalición invencible”. Tras asegurarle que simultáneas maquinaciones estaban en marcha en otras provincias, cerraba prometiendo que “antes de tres meses podremos abrazarnos en el centro de la República libres de caudillos insolentes”. Mientras tanto, desde Chile, Sarmiento fomentaba revueltas contra el Gobernador sanjuanino Nazario Benavídez. En Corrientes, el Gobernador Pujol llevaba adelante una sinuosa y arriesgada política a dos puntas. Realmente, los gobernadores estaban en una encrucijada. Un paso en falso podría acabar con su feudo y enviarlos al destierro o al otro mundo. Mientras tanto, en Buenos Aires, a Valentín Alsina no le temblaba el pulso para asegurarle al Embajador inglés William Gore Ouseley que “no era propósito del gobierno insurreccionar las provincias del interior”. Evidentemente el papel, en esa época, también aguantaba cualquier cosa.

El "manco"

Respondiendo a la convocatoria de los porteños, llega desde Montevideo a Buenos Aires el mítico Gral. José María Paz. Aun enfermo y entrado en años, goza de prestigio en el Plata. Los "Iluminados" le encargan una tarea compleja y llena de riesgos. “El gobierno lo destina a una misión pacífica al interior, que llegado el momento se transformaría en guerrera”. Sus labios debían exponer en las provincias un puñado de frases plagadas de armonía y respeto a las autonomías provinciales. Pero el emisario cordobés portaría bajo el poncho un paquete de instrucciones mas comprometidas. Les “aconsejaría” a los gobernadores romper con Urquiza, “echando las bases de la convocatoria de un nuevo Congreso bajo la hegemonía de Buenos Aires”. “Para el éxito de su misión se le proveería muy abundantemente de dinero, que debería emplear como argumento decisivo, sin escatimarle...”. Pero sus “cantos de sirena” no llegarían muy lejos. Al cruzar el Arroyo del Medio que separa la provincia de Buenos Aires de la provincia de Santa Fe, los comandantes rurales le salieron al cruce para impedirle el paso. El Gobernador local, Domingo Crespo le dejó clara su postura: “Solo por una revolución sangrienta de que Ud. será responsable tendrá éxito su misión y no quiero hacerle la injuria de creer que Ud. haya abrazado ese pensamiento”. Por supuesto que el veterano “Manco” Paz estaba abrazado a esas ideas trasnochadas. Había luchado toda su vida contra el caudillaje federal, por lo que no debieron hacer mucho los “Iluminados” para convencerlo.

El plan y las mentiras

El rechazo de las provincias hacia las propuestas de los porteños fue unánime. El fracaso rotundo de la política de seducción no sosegaría a los “Iluminados”. Si no era por las buenas, sería por las malas. “Los primates porteños persistirían en sus trazas por acabar con el poder del entrerriano. Nada detendría su osadía. Rechazados por las provincias del interior, se lanzarían sobre el propio terruño del rival”. Y así fue nomás. Removieron la piedra en el camino que les significaba el pacifismo del Gral. Pinto y encumbraron a Valentín Alsina en la gobernación, con un procedimiento poco transparente. Evidentemente para estos hombres el fin justificaba cualquier medio. El plan ya estaba preparado. Bajo el pretexto de enviar tropas correntinas y entrerrianas de regreso a sus provincias, zarparía de Buenos Aires una expedición hacia la Mesopotamia. “Irían entreverados soldados porteños, mucha artillería y considerable metálico”, fundamental para comprar voluntades de pocas convicciones. Interrogado por consternados diplomáticos extranjeros acerca de los rumores del inicio de una guerra civil contra el Gral. Urquiza, Don Valentín Alsina continuó con su prédica pacifista: “...El gobierno no tiene intención alguna de invadir la provincia de Entre Ríos...”. Por supuesto no le creyeron una palabra. En el Foreign Office ya estaban al tanto de los planes bélicos de los porteños y sabían a que atenerse. Mostrando estupendo conocimiento de los bueyes con que se araba en estas tierras, se escriben: “Durante mucho tiempo he estado tratando con esta gente (Alsina y los suyos) y los conozco positivamente. Si llega el tiempo en que el Gobierno de Buenos Aires se encuentre sin una sombra de esperanza, puede ser que atiendan consejos; pero en tanto piensen que tienen una caña para asirse se van a engañar a ellos mismos, creerán que pueden flotar y prolongarán una crisis peligrosa al país y desastrosa al comercio europeo”. Toda una pintura de los “Iluminados”.

El homenaje

El Gral. Paz recibía cartas de un desesperado Valentín Alsina. Cansado de las dilaciones del cordobés, lo intimaba a apurar las decisiones y sumarse de una buena vez a la cruzada bélica contra el Gral. Urquiza: “... es quimera esperar para hacer una invasión a que tengamos la fuerza veterana que Ud. desea muy justamente. A mi juicio, es inevitable invadir ya, ya, YA, con lo que se pueda. No tenemos ya la elección de la oportunidad. Los sucesos nos impelen; la actualidad nos oprime... No podemos esperar ni un solo día...”. Baqueano en los tortuosos senderos de las confabulaciones, trataba de convencerlo: “Empiécese, que en guerras civiles y en situaciones como la actual, ese algo puede traer mucho...”. En la sala de debates del antiguo Congreso Nacional de la calle Balcarce, cuelga hoy de la pared, en un lugar destacadísimo, un estupendo cuadro de Don Valentín. Indigno homenaje a un hombre que famélicos esfuerzos hizo por la unión de la República.

La invasión

El plan consistía en enviar tropas para invadir Entre Ríos, con el apoyo prometido de Corrientes y del dubitativo Gral. Paz que entraría a Santa Fe desde la campaña bonaerense al mando de un fuerte ejército. El 10 de noviembre de 1852 zarpó la expedición al mando del Gral. Madariaga. El flamante Gral. Hornos desembarcó cerca de Gualeguaychú con el objetivo de sublevar los hombres del interior entrerriano. Madariaga continuó aguas arriba y atacó Concepción del Uruguay, siendo rechazado por los defensores al mando del comandante Ricardo López Jordán. La huida de Madariaga resultó algo caótica. “Tal era el pánico que se había apoderado de él que hizo soltar las anclas para huir mas pronto y las ruedas del vapor despedazaron a los fugitivos que por ellas pretendieron subir a bordo”. Al conocer la noticia del desastre de Concepción del Uruguay y sin encontrar el apoyo correntino que tanto necesitaba, el Gral. Hornos huyó precipitadamente hacia Corrientes escapando de una partida al mando del Gral. Urquiza, que había abandonado el Congreso Constituyente para reprimir a los invasores. Perseguido, Hornos debió pedir asilo en Brasil para rescatar su humanidad de las tropas entrerrianas. Del avance del Gral. Paz no hubo noticias. La desquiciada idea de los “Iluminados” terminó como tenía que terminar. En un descalabro general. Pero estas rencillas no serían nada en comparación con lo que vendría. Profusos ríos de sangre argentina surcarían los campos bonaerenses por largo tiempo.

[Continúa en El Sitio de Hilario Lagos]

Bibliografía

"Historia Argentina", José María Rosa, 1992
"Manuel Taboada, Caudillo Unitario", Jorge Newton, 1972
"Urquiza y su Tiempo", Beatriz Bosch, 1980
"Urquiza y Mitre", Julio Victorica, 1986
"La República Dividida", María Saenz Quesada, 1974
"Historia de la República Argentina", Emilio Vera y González, 1926
"Historia de la Organización Nacional", Mariano Pelliza, 1897

17 de noviembre de 2006

11 de septiembre de 1852

El homenaje

Plaza Miserere. Más conocida popularmente como Plaza Once por la estación Once de Septiembre del Ferrocarril Sarmiento que desemboca en sus veredas. Allí, miles y miles de provincianos desterrados, por ambición o necesidad, transitan por los senderos día tras día intentando sobrevivir en la cada vez más populosa y cosmopolita Buenos Aires. Allí se cruzan, se miran, se chocan con otros miles de porteños, bonaerenses e inmigrantes que pululan transformando el lugar en un infernal hormiguero urbano. Casi todos ellos ignoran que detrás del nombre de la estación del ferrocarril se esconde un homenaje absurdo e incomprensible. Un tributo al más rancio centralismo portuario y el recuerdo amargo de una etapa signada por el odio, el menosprecio y la codicia.

Caseros

El año 1852 significó, en la historia de nuestra nación, un punto de inflexión en lo que hace a las ideas dominantes en el Río de la Plata. El 3 de febrero de 1852, la alianza ad-hoc conformada por el ejército del Imperio del Brasil y las huestes del Gral. Justo José de Urquiza mas el aporte de algunos miles de correntinos y unos pocos uruguayos, había vencido con relativa facilidad a las tropas del ya desgastado Juan Manuel de Rosas. Fue, a palabras del historiador Emilio Vera y González, “el acto más grande y de mayor trascendencia de nuestra historia después del 25 de mayo y del 9 de julio”. Tras la prolongada etapa rosista, caracterizada por el orden y la disciplina, se abría en Buenos Aires un interrogante acerca de los tiempos por venir. No era poco lo que estaba en juego. Se trataba de la provincia más importante de la Confederación Argentina, la más rica, la más populosa y la encargada de administrar las riquezas que otorgaba la disposición de un puerto con rápida salida al mar, cuyo comercio con el exterior era activo y próspero.

Días de anarquía y represión

Tras unos días de anarquía, en los que abundaron los saqueos en “casas de negocio y de familia”, El Gral. Urquiza tomó posesión de la residencia palermitana del depuesto Rosas y desde allí comenzó a poner orden en una ciudad aterrada ante la falta de autoridad. Evidentemente era una situación a la que los habitantes de Buenos Aires no estaban acostumbrados. El entrerriano envió tropas a contener el desorden y comenzó a cobrarse algunas deudas. Mandó degollar a varios hombres del entorno de Rosas, ordenó fusilar y colgar de los árboles de Palermo a una división entera que se había sublevado en el trayecto hacia Monte Caseros y, tras una áspera discusión, condenó al fusilamiento “por la espalda, por traidor” al artillero Martiniano Chilavert que había retornado desde Uruguay para combatir a las órdenes de Rosas. Cuenta el Gral. uruguayo Cesar Díaz, integrante del Ejército Grande, en sus Memorias: “Hablaba una mañana con una persona que había venido de la ciudad cuando empezaron a sentirse muchas descargas sucesivas. ¿ Qué fuego es ese ? Debe ser ejercicio –dije yo sencillamente tal cual me había parecido-. ¡ Qué ejercicio, ni que broma ! –dijo mi interlocutor- ¡ Es que están fusilando gente !”. Los cuerpos de las víctimas se pudrieron colgando de los árboles de la Alameda que conducía a la residencia, impresionando vivamente a quienes se acercaban a dar sus reverencias al nuevo mandamás.

El regreso

Tras la caída del “tirano” Rosas, las aguas del Río de la Plata fueron testigos del regreso a su patria de los porteños exiliados que regresaban a la añorada Buenos Aires cargando en sus baúles las ideas liberales que llegaban desde Europa y un odio fanático por cualquier icono que representase al gobierno depuesto por Urquiza y sus socios. Entre ellos, se destacaba la figura del Dr. Valentín Alsina, que atravesó la Plaza de la Victoria vistiendo “una anticuada levita del tiempo de Rivadavia”, todo un símbolo del unitarismo que lo había condenado a vivir veinte años expatriado. Otros recién llegados, como Domingo F. Sarmiento y Bartolomé Mitre, mas jóvenes por cierto, habían formado parte del triunfante Ejército Grande ocupando puestos de discreta envergadura. El sanjuanino, nacido 41 años antes en el paupérrimo poblado de San Juan de la Frontera, ponía por primera vez sus pies en Buenos Aires. Era evidente que los recién llegados no venían a Buenos Aires a pasear. “Estaban decididos a copar el gobierno”.

La alianza se desmorona

Ante tal cuadro de situación, los primeros encontronazos no tardaron en llegar. Relata Sarmiento que “las clases acomodadas de la sociedad acudían por millares a Palermo, a visitar, a ver, a aplaudir, a admirar al General vencedor, objeto del amor y del entusiasmo públicos. A los que felicitaban al General, este respondía invariablemente: -Si yo no he hecho nada. Aquí he venido a encontrar con que los escritores de Montevideo y de Chile lo han hecho todo. Los salvajes unitarios son los que han vencido a Rosas, y cosas así. Aquí encuentro que nadie quiere ponerse la divisa colorada. Yo he de entrar a Buenos Aires con esa cinta-”. Era de esperar. Solo una cosa unía a los unitarios y liberales con el Gral. Urquiza: La necesidad de eliminar a Rosas del poder. Con el Restaurador de las Leyes ya embarcado listo para partir hacia Southampton, ya nada los relacionaba. Es una situación que suele acontecer con las Alianzas. Quienes estrenamos la Argentina del siglo XXI lo sabemos bien.

El cintillo punzó

Para no herir la susceptibilidad de los porteños, el Gral. Urquiza nombró como Gobernador Provisorio de la Provincia de Buenos Aires al Dr. Vicente López y Planes, redactor de los versos de nuestro Himno Nacional. Con cierta libertad de decisión, el veterano dirigente de Buenos Aires pudo elegir a sus colaboradores sin recibir presiones del entrerriano. De hecho, designó en el Ministerio de Gobierno al Dr. Valentín Alsina, que no era precisamente un admirador de Urquiza. El primer acto de gobierno del ministro fue abolir el uso obligatorio de la divisa federal, declarando “libre el uso o no del cintillo punzó”. El unitarismo de Don Valentín, cocinado a fuego lento en la hornalla de sus días en Montevideo, comenzaba a jugar sus cartas en una partida donde el ganador se llevaría el premio mayor: La provincia de Buenos Aires.

Los festejos

El desfile de las tropas triunfantes en Caseros se programó para el 19 de febrero, pero un diluvio inoportuno postergó los festejos para el viernes 20 de febrero. “La ciudad, vibrante de emoción, estaba de fiesta”. Las columnas avanzaron por la calle Perú (Florida), doblaron por Rivadavia y entraron a la Plaza de la Victoria (Plaza de Mayo), regresando por el Paseo de la Alameda (Paseo Colón) hacia Palermo. Pero no todo era alegría. Las caras de algunos porteños se transformaron cuando vieron que el Gral. Urquiza vestía sobre el uniforme un poncho blanco y un “sombrero de copa alta, a cuyo alrededor se destacaba, sobre el fondo negro de la felpa, el rojo brillante del cintillo federal” . El provinciano desafiaba abiertamente, en sus propias calles, a los porteños que intentaban arrebatarle la gloria obtenida en combate. El desprecio mutuo era inocultable y las circunstancias que sobrevendrían no dejarían ninguna duda al respecto. No queremos abandonar este momento sin apuntar un hecho histórico. Pero no precisamente para nosotros, los argentinos. Las banderas del Imperio del Brasil recorrieron victoriosas las calles de Buenos Aires recibiendo a su paso “ovaciones y efusiones de toda índole” por parte de los porteños que no tomaban real dimensión de lo que estaba sucediendo. Nuestro enemigo de siempre paseaba sus laureles por el centro neurálgico de la Confederación Argentina ante la algarabía de la multitud. Un historiador brasileño diría años mas tarde: “Sabemos perfectamente que no habiendo jamás un general argentino derrotado a nuestras tropas en los suburbios de Río de Janeiro y desfilado triunfalmente en ésta a banderas desplegadas, al compás de su música, aunque fuera junto a revolucionarios nuestros, no es nada agradable para nuestros amabilísimos vecinos que un ejército brasilero haya tenido esa gloria”. Ya rumbo a Inglaterra, en su camarote del “Conflict”, Juan Manuel de Rosas habrá sentido un frío glacial corriendo por su espalda. Era el cruel puñal de la traición urquicista.

Las elecciones

Tras los festejos, los habitantes de Buenos Aires comenzaron a retomar las actividades habituales en un clima enrarecido. El Gral. Urquiza y los representantes de Buenos Aires, Santa Fe y Corrientes firmaron el Protocolo de San Benito en el que se asignaba al caudillo entrerriano la responsabilidad de dirigir las relaciones exteriores de la República. Un nuevo sapo pasaba por las gargantas de los porteños, que lo único que pretendían era que Urquiza tomara sus tropas y se mandase a mudar a su provincia. Surgieron nuevos periódicos donde los porteños harían públicas ideas, censuras y proyectos. Decretada la caducidad de la Legislatura Rosista, se convocó a la elección de Representantes para el 11 de abril. Ellos serían los encargados de elegir al nuevo Gobernador de la Provincia de Buenos Aires. El triunfo correspondió a la lista amarilla, integrada por unitarios y liberales de pura cepa, que venció con holgura a la lista que respaldaba al Gral. Urquiza. Un joven Bartolomé Mitre daba sus primeros pasos en la política y en la prensa de Buenos Aires: “Las urnas electorales respondieron a los deseos del pueblo, y su candidatura obtuvo un triunfo completo sobre la que se decía del gobierno”. Urquiza comenzaba a sentir la hostilidad de la burguesía porteña que poco hacía por ocultarla; La sola idea de un hombre del interior moviendo los hilos de “su” Buenos Aires los hacía bramar de odio e indignación. Pero el entrerriano era bastante pícaro. Tres días después, aprovechando una visita recreativa al “campo glorioso de Morón”, en un brindis sugirió que “El venerable Don Vicente (López y Planes) es acreedor por sus virtudes a continuar ocupando la primera magistratura de la provincia y puede contar con las simpatías del ejército libertador como creo que cuenta con el aprecio general de sus conciudadanos”. El Dr. Valentín Alsina, que seguramente iba a ser elegido por la mayoría de los flamantes Representantes, sonrió amargamente y tragó sin pestañear el vaso de lava ardiente que acababan de servirle.

El interior y sus miedos

El 1º de mayo la Sala de Representantes designó como Gobernador al veterano y multifacético Vicente López, quien intentó convencer a los funcionarios que lo habían acompañado durante el interinato para que continuaran a su lado. Todos aceptaron. O mejor dicho, casi todos. Valentín Alsina, que había retirado a regañadientes su candidatura, le dio la espalda y paso a formar parte del multitudinario elenco opositor a los pocos días. Mientras tanto, en las distantes provincias del interior los interrogantes ante el nuevo estado de situación se multiplicaban. Todos los gobernadores se despertaban transpirados de madrugada intentando adivinar cuales serían las intenciones del Gral. Urquiza para con ellos. La incógnita pronto quedó revelada. El caudillo encargó al Dr. Bernardo de Irigoyen visitar o enviar emisarios a cada provincia dejando en claro que la integridad e independencia de cada una de ellas sería respetada. Los gobernadores recibieron una convocatoria que los invitaba a presentarse en San Nicolás de los Arroyos el 20 de mayo provistos de autorizaciones de las respectivas cámaras legislativas para “aunar sus pensamientos políticos y tratar de cerca los intereses generales de la Confederación”. Llenos de dudas, por temor o convicción, todos aceptaron.

El proyecto truncado

Las cosas estaban complicadas en Buenos Aires para Urquiza. Con el único respaldo de su poderío militar y de algunos porteños recién llegados que creían en sus buenas intenciones, el entrerriano tenía un enemigo oculto detrás de cada saludo, carta o reverencia. Ante la inminencia de la trascendental reunión de San Nicolás, un hombre de su confianza, el correntino Juan Pujol, presentó un viejo proyecto de capitalización de Buenos Aires de los tiempos de Bernardino Rivadavia, donde se federalizaba la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, dividiendo el resto en dos nuevas provincias con sede administrativa en Dolores y la propia San Nicolás. Desde ya, el territorio nacionalizado quedaría bajo la tutela de Urquiza, quien era en los hechos el hombre que tenía la sartén por el mango. El proyecto era un golpe mortal para las aspiraciones de la burguesía porteña que súbitamente vería escurrir entre sus dedos una jurisdicción que consideraban como propia. La idea de Pujol también incluía convocar a dos representantes de cada provincia en la reunión de San Nicolás y el otorgamiento a Urquiza de “todos los poderes nacionales”; Esto era el manejo de las relaciones exteriores, las milicias y las rentas aduaneras. Casi nada. Los porteños, encabezados por Valentín Alsina, pusieron el grito en el cielo en una reunión con Urquiza y el proyecto se dejó de lado. “Al menos eso pensaron los hombres de Buenos Aires...” .

El Acuerdo

La reunión de San Nicolás se demoró para el 26 de mayo y hacía allí fueron Urquiza, Vicente López y el resto de los gobernadores. “Todos querían firmar y volverse cuanto antes. Ni Urquiza ni los gobernadores querían arriesgarse a estar fuera de sus sedes por mucho tiempo”. Con solo alzar la vista, siempre podían observar la bandada de cuervos volando en círculo que esperaba el mejor momento para descender hacia su presa. Con escasas excepciones, así transcurrían los días de los gobernadores de las provincias argentinas del siglo XIX. En Buenos Aires se sospechaba que el proyecto de Pujol sería ratificado a espaldas de Buenos Aires y por tal motivo la Sala de Representantes no puso demasiado entusiasmo en dotar de facultades al gobernador. Tras algunos debates, se resolvió, entre otros puntos, otorgar al Gral. Urquiza la suma de los poderes nacionales y provinciales, el control de las milicias de todas las provincias que pasarían a funcionar bajo la órbita de la Confederación, el manejo de los dineros generados por todas las aduanas y la convocatoria a un “Congreso Nacional Federativo” para discutir el nuevo marco institucional que tendría la incipiente Nación Argentina. Allí deberían presentarse dos diputados por cada provincia sin importar la cantidad de habitantes, es decir que la opinión de la opulenta Buenos Aires se equipararía, por ejemplo, con la de la paupérrima Tucumán. Con el trámite listo y la tinta del Acuerdo todavía húmeda, los gobernadores regresaron rápidamente a sus provincias rogando no encontrar al llegar la gritería de una revolución triunfante.

Interpelación

Si bien el proyecto de capitalización y división de la provincia de Buenos Aires había quedado fuera del texto del Acuerdo, cuando este fue conocido en Buenos Aires la prensa opositora puso el grito en el cielo. Había que defender los privilegios del puerto. “Es un acto infame en todas sus partes...” bramó el Dr. Vélez Sársfield en la Sala de Representantes, rodeado de una mayoría que veía en Urquiza a un odiado enemigo. Recién el 12 de junio el Acuerdo de San Nicolás fue presentado oficialmente en la Legislatura. El veneno derramado en los periódicos caldeó los ánimos de los legisladores que se aprestaban a interpelar a los ministros del pobre Gobernador Vicente López que había quedado en el medio de dos feroces adversarios. El 21, llegada la hora de los debates, la Sala era un hervidero. El gobierno solo contaba con dos diputados a su favor; el resto afilaba los puñales con que destriparían a los ministros Vicente Fidel López, Juan María Gutiérrez y Enrique Gorostiaga, que semejaban tres ratones inmersos en un verdadero nido de víboras. “Mas que ministros informantes parecían reos a la espera de una segura condena”. Iniciada la sesión, un joven y radiante Bartolomé Mitre tomó las riendas del carro de los opositores y comenzó a disparar sus dardos entremezclados en una oratoria “elegante y enérgica” que encendía y hacia explotar las tribunas ante cada diatriba. “La juventud porteña descubrió esa tarde a quien habría de ser por largos años su ídolo”. Los ministros trataban de hacerse escuchar ante las “exclamaciones de desaprobación” que brotaban desde la sala y las barras que circundaban el ámbito del debate. Emponzoñado por la efervescencia del entorno, Mitre lanzaría una de sus frases mas recordadas, dirigiéndose al “pacífico” ministro Juan María Gutiérrez: “He pasado mi vida en los campamentos y mi oficio es echar abajo a cañonazos las puertas por donde se entra en los ministerios”. Un preciso y poco edificante auto-retrato del joven artillero del Ejército Grande. Con los libros del derecho en una mano y un garrote en la otra, el Dr. Vélez Sársfield negaba en un elocuente discurso legalista las facultades de los gobernadores para dotar al Gral. Urquiza de los amplios poderes que le habían asignado. Desde ya, la razón estaba de su lado. Pero había que considerar la irregular situación institucional en que había quedado la Confederación Argentina tras el derrocamiento de Juan Manuel de Rosas. Tomó la palabra el Dr. Vicente Fidel López, hijo del Gobernador, quien antes de entrar en tema descalificó las palabras de Mitre, por considerarlas “flores marchitas de retórica que nada envolvían”, y luego zamarreo al Dr. Vélez Sársfield recordándole al cordobés su pasado entusiasta en los pasillos del rosismo. Cuando se refirió al Acuerdo, lo hizo con atinadas palabras intentando mostrarlo como el primer mojón de un proceso que permitiría “construir el nuevo orden nacional”. Cuando su discurso había comenzado a surtir efecto entre los diputados y la barra comenzaba a escucharlo en silencio y con atención, el “pequeño y fogoso” porteño urquicista se emborrachó con sus propias palabras y, perdiendo decididamente los estribos, atacó con dureza inusitada al pueblo de Buenos Aires acusándolo de “haberse arrastrado a las plantas de un dictador (Rosas), tirano atroz que hacía andar errantes a los ciudadanos, y ha pagado los puñales y agentes que llevaban por misión perseguirnos en el extranjero como bestias feroces tan solo porque habíamos sido, o éramos, partidarios de las libertades constitucionales de ese mismo pueblo”. Fueron las palabras equivocadas en el lugar equivocado. El enjundioso diputado había lanzado una bomba en el medio de la Sala. Desde la barra, repleta de “tenderos y estudiantes que hasta ayer estaba con Rosas y ahora se entusiasmaba con los gerundios de Mitre”, comenzaron a llover los gritos, insultos y amenazas. “¡Afuera el Ministro!”, “¡Bandido!”, “¡Traidor!”. Las protestas del público y los diputados opositores no fueron suficientes para callar al diminuto legislador que valientemente continuó con su invectiva hacia los desencajados porteños: “...mi patria es la República Argentina y no Buenos Aires... me empeño en que salga del fango de las malas pasiones que la postraron en la tiranía en que se ha mecido por veinte años...”. Tras repetir que solo tomaba en cuenta las palabras del Dr. Vélez Sársfield, miró de reojo a Mitre y le disparó: “sus palabras son una hacinación de frases truncas, de lugares comunes... me hacen el efecto de esos cadáveres adornados con moños y encajes...”. En un ambiente infernal, el cuerpo legislativo rechazó por amplia mayoría el Acuerdo de San Nicolás y el Presidente de la Legislatura dio por cerrada la sesión. Los ministros debieron salir protegidos por la fuerza pública que tuvo que esforzarse para ponerlos fuera del alcance de un público dispuesto a lincharlos. Los porteños estrenarían esa noche la costumbre de acompañar a Bartolomé Mitre, entre vivas y felicitaciones, hasta su hogar.

Urquiza al poder

La violenta sesión y la enfervorizada resistencia de la Legislatura a aprobar el Acuerdo de San Nicolás guillotinaron en seco al escasamente representativo gobierno de Vicente López. El 25 de junio renunció en una nota que la Sala de Representantes aceptó sin derramar una sola lágrima. Rápidamente se dispuso que su Presidente, Manuel Guillermo Pinto, asumiera interinamente el poder ejecutivo de la provincia. Cuando Urquiza se enteró de las alarmantes noticias, no anduvo con medias tintas. Asumió la Gobernación de la provincia de Buenos Aires ante “el estado de cosas completamente anárquico” y dispuso la movilización de sus tropas asumiendo el control operativo del Arsenal y del Fuerte de la ciudad. Los hombres de Buenos Aires mas radicalizados convocaron a alzarse en armas pero, seguramente intimidados por la superioridad evidente de los hombres de Urquiza, la convocatoria fue escasa. La prensa opositora fue acallada. El Dr. Vélez Sársfield fue “invitado” a retirarse a Montevideo, Mitre fue a dar con sus huesos tras las rejas y Valentín Alsina fue rescatado de la cárcel por diplomáticos extranjeros con el compromiso de aquietar su actividad revolucionaria. Tras un brevísimo mandato, Urquiza repuso en el poder a Don Vicente López, quien a los pocos días, cansado de los manoseos dejó el cargo y se fue a descansar lejos de los desquiciados que se despellejaban por el poder. Al no encontrar un porteño de confianza en quien depositar el bastón de mano, el entrerriano debió asumir el cargo y nombró a un Consejo de Estado integrado por antiguos rosistas, rivadavianos e independientes. Sofocadas las voces del grupo disidente, los días pasaron con relativa tranquilidad mientras se elegían los Constituyentes que representarían a Buenos Aires en el Congreso a reunir en agosto. Tras unas fraudulentas elecciones, “bajo el imperio de la fuerza”, fueron designados como Diputados Convencionales Constituyentes, Salvador María del Carril, años antes verdugo intelectual de Manuel Dorrego, y Eduardo de Lahitte. Para algunos, se acercaba la soñada jornada donde comenzarían a debatirse los nuevos destinos de la ensangrentada República Argentina. Para otros, había comenzado la cuenta regresiva hacia la revolución.

En las sombras

La pequeña y polvorienta Santa Fe comenzó a recibir los diputados que llegaban desde las provincias. El Gral. Urquiza ya tenía listos los baúles para partir hacia el evento que lo catapultaría hacia la gloria. Su afortunada estrella había determinado que sería el, y no otro, el principal responsable del intento definitivo de promulgar una Constitución Nacional para todos los argentinos. Antes de partir, transfirió el mando a otro entrerriano, el General Galán, que se quedaría en Buenos Aires con el ejército de línea. Excesivamente confiado en su poderío, el caudillo entrerriano decreta ”una amnistía a todos los argentinos que por causas políticas hayan sido expulsados del país o se hallen fugitivos”. Mientras tanto, el embajador inglés William Gore Ouseley escribe al gobierno de su país: “El partido unitario intenta hacer una revolución contra el Gral. Urquiza durante su ausencia. No solamente conspiran los ex-unitarios con Alsina (Valentín); También los ex-federales trabajan en eso. Tienen la adhesión de jefes militares con mando de tropa. Participan miembros de la disuelta Legislatura y hasta hombre de su Consejo de Estado”. Evidentemente Urquiza estaba con la cabeza en otra cosa. El 7 de septiembre lo despidieron con un banquete en el Club del Progreso, flamante entidad de reunión de la distinguida burguesía porteña. Más de un comensal habrá hecho ingentes esfuerzos para ocultar la sonrisa al ver al incauto entrerriano levantar su copa brindando “por el Libertador y los esclarecidos representantes”.

La revolución

El 8 de septiembre, Urquiza y sus hombres, entre ellos varios Diputados Constituyentes, abordaron un barco inglés que los depositaría en Santa Fe. Los hombres de Buenos Aires fijaron para la noche del 10 el inicio de la revuelta. Desconocían hasta que punto la insurrección tendría efecto en la población y las milicias por lo que prefirieron esperar a que Urquiza estuviese lo más lejos posible. Fueron demasiadas precauciones para nada. El 11 de septiembre las tropas correntinas fueron sublevadas sin mucho insistir y las milicias porteñas se apoderaron fácilmente de la Plaza de la Victoria y del Fuerte. Galán, el hombre designado por Urquiza para cuidar su espalda, fue despertado en su habitación de Palermo y sin muchas protestas, se encaminó hacia Luján con los entrerrianos. Era el triunfo de la revolución. Ni una gota de sangre. A los pocos días la Legislatura funcionaba nuevamente y la prensa retomaba sus inflamadas críticas al “tirano” y “degollador” Urquiza. Comenzó el tradicional reparto de dinero a los comandantes militares para solidificar la revolución y, como es de imaginar, los mismos hombres que habían agasajado a Urquiza antes de partir, organizaron un nuevo banquete para premiar a los revolucionarios, esta vez en el Teatro Coliseo. “En un momento, a pedido de los concurrentes, Valentín Alsina y Lorenzo Torres se estrecharon fraternalmente. El abrazo del Coliseo que unió al jefe unitario con el jefe rosista fue el símbolo de la unidad porteña contra el prepotente entrerriano”. Resume con certeza la historiadora María Sáenz Quesada: “El puerto no admitiría liderazgos nacionales que no proviniesen de su seno”. Cuando Urquiza se enteró de la revuelta, se acercó hasta San Nicolás con intenciones de aplastar a los sublevados. Pero no tuvo éxito en la convocatoria. El ejército de entrerrianos, al mando de Galán, que volvía desde Buenos Aires se fue deshilachando en el camino y solo llegaron 2500 hombres exhaustos. Urquiza debió retornar a Santa Fe sabiendo que había perdido la única gallina del país capaz de poner huevos de oro. Las que tenía en el corral solo ponían huevos comunes.

Conclusión

Y así fue nomás. Por 10 años Buenos Aires y la Confederación Argentina pasarían sus días separados en dos Estados independientes. En ese período aciago la generosa sangre de los argentinos inundaría los campos linderos al Arroyo del Medio en las batallas de Cepeda y Pavón. Como puede verse en estas líneas, la Revolución del 11 de septiembre de 1852 fue el triunfo de una elite de la sociedad porteña a horcajadas del odio y menosprecio hacia todo lo que representaba el interior que, desde ya, tenía sentimientos coincidentes hacia los hombres del puerto. Ambas partes en disputa chocaban sus cuernos con violencia irracional, enceguecidas por el brillante resplandor del oro que generaba la Aduana de la Gran Aldea. No fueron días de loables intenciones, ni de sinceros renunciamientos, ni de actitudes heroicas. Poco hay para recordar que merezca los honores de una sociedad. En los años que corren, los provincianos que hemos llegado a esta verdadera “tierra de oportunidades” en busca de nuestros sueños, hemos sido recibidos por los hombres de Buenos Aires con fraternal afecto y desinteresada generosidad. Sabedores de las dificultades que arrastrábamos, sin más capital que un alma golpeada por el destierro y un par de brazos para trabajar, nos abrieron las puertas sin preguntar que teníamos para dar. Esos porteños no merecen ser homenajeados recordando el 11 de septiembre de 1852. Merecen más. Merecen mucho más.

[Continúa en Iluminados]

Bibliografía

"Historia de la República Argentina", Emilio Vera y González, 1926
"La República dividida", María Sáenz Quesada, 1974
"Historia Argentina", José María Rosa, 1991
"Campaña en el Ejército Grande", Domingo F. Sarmiento, 1997

3 de noviembre de 2006

Urquiza y Alberdi

El monumento

Circulando por la Avda. Figueroa Alcorta en los bosques de Palermo, al llegar al cruce con la Avda. Sarmiento, podemos observar la imponente y bellísima escultura del Gral. Justo José de Urquiza montado en un brioso corcel. Es un extraño homenaje que la ciudad de Buenos Aires le hace al hombre que logró liberarla de la "tiranía" de Juan Manuel de Rosas, venciéndolo en Caseros aquel recordado 3 de febrero de 1852. Hemos llamado "extraño homenaje" al monumento, ya que 8 meses despues de vencer a Rosas, los dirigentes porteños, viendo amenazada su renta aduanera, lo echaron como a un perro y lo aborrecieron de por vida. Pero eso es otra historia...

La Constitución de 1853

El Gral. Urquiza fue el impulsor de la Asamblea Constituyente encargada de redactar la Constitución de 1853, de plena vigencia en la actualidad, mas allá de algunas reformas que sufrió desde aquellos años a esta parte. Hasta 1862, esa Constitución tuvo efecto únicamente en las 13 provincias que conformaban la Confederación Argentina. La escindida Buenos Aires dictó su propia Constitución en 1854 ya que se consideraba un Estado independiente. Decía Urquiza desde Gualeguay: "... los exclusivos quieren contrariar, porque ven que se les escapa la presa, y los pueblos Argentinos van a salir del pupilage en que se les ha tenido. Nosotros debemos marchar sin hacer cuenta para nada de Buenos Aires; pues de lo contrario, sería manifestar que las trece provincias no eran capaces de formar una nación".

Las Bases

Juan Bautista Alberdi, opositor a Rosas y exiliado en Chile, había preparado unos escritos que envió al Gral. Urquiza al conocer su victoria en Caseros. La primera edición del folleto impresa en Valparaíso, cuya tapa anterior rezaba "Bases y Puntos de Partida para la Organización Política de la República Arjentina; derivadas de la lei que preside el desarrollo de la civilización en la América del Sud por Juan Bautista Alberdi, abogado en Chile y Montevideo" le fue enviada a Urquiza el 30 de mayo de 1852 con una carta que decía: "Los argentinos de todas partes; aun los mas humildes y desconocidos, somos deudores a V.E. del homenaje de nuestra perpetua gratitud... He consagrado muchas noches a la redacción de mi libro sobre Bases de la Organización Política de nuestro país, que tengo el honor de someter al excelente buen sentido de V.E....". Urquiza, impresionado con el trabajo, ordenó su reimpresión en varias oportunidades, siendo a la postre, dicho ensayo, uno de los escritos mas utilizados por los diputados para redactar la Constitución Nacional.

Polémica

Defendiendo a capa y espada el flamante proceso organizador encabezado por el Gral. Urquiza, Alberdi sostuvo una violentísima discusión a través de la prensa con Domingo F. Sarmiento, quien se había alejado del entrerriano tras acompañarlo como boletinero en el Ejército Grande que había vencido a Rosas. Alberdi, en sus "Cartas Quillotanas" y Sarmiento, en sus "Ciento y Una", polemizaron acerca de la figura del Gral. Urquiza y de otros temas de aquel momento político, sin ahorrar agravios y adjetivos descalificadores, especialmente el sanjuanino, más dotado para esas lides sin cuartel.

El diplomático

Urquiza, que había sido aliado incondicional de Rosas hasta 1851, logró alterar la imagen que Alberdi tenía de el; Decia este en carta a Félix Frías: "(Urquiza) Ha lavado su pasado volteando a Rosas, reuniendo un Congreso, promulgando una Constitución, firmando tratados inmortales y regeneradores...". Censurado por Sarmiento, le respondió alegando que "la Constitución era el mas firme pedestal del prestigio del Gral. Urquiza". Este, ya con el cargo de Presidente de la Confederación Argentina, nombró a Alberdi como Encargado de Negocios en Estados Unidos y Europa, con el objetivo de impedir que los gobiernos del viejo continente reconocieran a Buenos Aires como Estado independiente. Allí desempeño sus tareas el tucumano durante 8 años, respondiendo siempre a las directivas que le llegaban desde Paraná, sede de su gobierno.

Inexplicable

A lo largo de su gestión, Juan Bautista Alberdi asumió para con la efímera Confederación Argentina de Justo José de Urquiza, un grado de compromiso que solo la distancia que los separaba puede explicar. De hecho, jamás se conocieron personalmente. Quizás enceguecido por las luces destellantes que irradiaba la flamante Constitución Nacional que el había ayudado a redactar, se subió a un carro tirado por un buey inescrupuloso y pérfido que solo avanzaba respondiendo a sus intereses.

La cruda realidad

De los Escritos Póstumos que sus herederos publicaron en 1895, puede deducirse que Alberdi finalmente pudo correr la mascarilla del entrerriano para ver su verdadero rostro: "Hoy (1861), para mí, es Urquiza un odre de egoísmo, un buitre, hombre que con tal de ver colmados sus deseos y de ver servidos sus intereses, pondrá para ello a sus pies a todas las cosas mas santas de la vida". "Urquiza ha puesto la patria, la amistad, la religión, el honor a los pies de su fortuna, y no tiene mas Dios que ella...".

El Regreso

Alberdi recién pudo regresar a la Argentina el 16 de setiembre de 1879. Se había ido en 1838, tras retirarse a Montevideo por propia voluntad en los tiempos de Rosas. Estuvo 41 años fuera del país. Regresaba a un Buenos Aires muy distinto, muy cambiado. Y muy hostil. Forzado por las circunstancias, tuvo que retornar a Francia en 1881. Cuando por fin pudo regresar, lo hizo directamente al Cementerio de la Recoleta en 1889, cinco años despues de exhalar por última vez. En uno de esos días en que fugazmente pasó por Buenos Aires, fue recibido por el Ministro del Interior, Don Domingo F. Sarmiento, su eterno rival. Apenas lo vió, el sanjuanino se le acercó y le dijo, mirándolo a los ojos: "¡ Dr. Alberdi, a mis brazos... !" para luego estrecharlo en un abrazo fraternal. Imaginamos que Sarmiento, antes de separarse, le habrá dicho socarronamente al oído refiriéndose a Urquiza: "¿ Vió que yo tenía razón, Alberdi... ?"

2 de noviembre de 2006

De Uruguayana a los cafetales

Al iniciarse la Guerra de la Triple Alianza, Paraguay invadió la provincia de Corrientes (Argentina) y el estado de Río Grande (Brasil), llegando a tomar posesión de las localidades de Goya, por el río Paraná, y de Paso de los Libres, Sao Borja y Uruguayana por el río Uruguay. Tras la batalla de Yatay, en la que tropas al mando del Gral. Venancio Flores vencieron a los invasores causándoles grandes pérdidas, el resto del ejército guaraní quedó encerrado en la localidad brasileña de Uruguayana al mando del Tte. Cnel. Estigarribia. Sin escapatoria, hostigados por el hambre y las enfermedades, los sitiados se rindieron sin luchar tras algunas negociaciones que garantizaron la seguridad de Estigarribia y de algunos oficiales. La soldadesca no tuvo tanta suerte. Los aliados se repartieron los prisioneros para incorporarlos a sus batallones obligándolos a luchar contra su patria. Pero no todos tuvieron esa "suerte". Una buena cantidad de ellos fue destinada a trabajar como esclavos en los inmensos cafetales brasileños.

Enterado de la situación, el Mariscal Francisco Solano López pidió explicaciones a su par argentino acerca de la "inhumana crueldad" a que estaban siendo sometidos los prisioneros. El Gral. Bartolomé Mitre negó los cargos ofendido: "... lejos de obligar a los prisioneros a ingresar violéntamente a las filas del ejército aliado o de tratárselos con rigor, han sido tratados ellos no solamente con humanidad, sino con benevolencia, habiendo sido muchos de ellos puestos en completa libertad". No había secado la tinta de la carta a Solano López, cuando escribió al Dr. Marcos Paz, vicepresidente en ejercicio de la presidencia: "... nuestro lote de prisioneros en Uruguayana fue de poco mas de 1400. Extrañara a Ud. el numero, que debiera ser mas; pero la razón es que por parte de la caballería brasileña hubo en el día de la rendición tal robo de prisioneros, que por lo menos arrebataron 800 a 1000 de ellos, lo que muestra a Ud. el desorden de esa tropa, la falta de energía de sus jefes y la corrupción de esa gente, pues los robaron para esclavos; hasta hoy mismo andan robando y comprando prisioneros del otro lado. El comandante Guimaraes, jefe de una brigada brasileña, escandalizado por este tráfico indigno, me decía el otro día que en las calles de Uruguayana tenía que andar diciendo que no era paraguayo para que no lo robasen...".

La changa del Gral. Gelly y Obes

La Guerra del Paraguay estaba entrando en su etapa decisiva. Las fuerzas aliadas ya habían sobrepasado la fortaleza de Humaitá y avanzaban hacia Asunción. Tras la retirada del Gral. Mitre, el comando de la acción estaba ya en manos de los oficiales del Imperio. Luis Alves de Lima y Silva, mas conocido como Duque de Caxias, era el máximo responsable de las operaciones y había determinado que en cierta operación de flanqueo, las fuerzas argentinas no participarían. El Gral. Juan Andrés Gelly y Obes, comandante a cargo, solicitó formar parte de ese movimiento. Caxias no accedió al pedido. Detestaba a Gelly y Obes. Le negaba su condición de militar y afirmaba que, paralelamente a sus funciones militares, este se dedicaba a la venta de víveres y mercaderías a los soldados, descontándole de sus pagas "com usura notável y reprovada".

Carta del Gral. Venancio Flores

La batalla de Estero Bellaco resultó para las escasas fuerzas uruguayas que participaban de la contienda poco menos que una hecatombe. Sin motivos reales que justificasen su participación en la Guerra de la Triple Alianza, el Gral. Venancio Flores estaba allí solo para pagar favores a quienes lo habían llevado a la Presidencia del Uruguay. Resentido por las reprimendas que le habían hecho sus pares por su falta de prevención ante el ataque paraguayo, escribe a su esposa: "No es para mi genio lo que aquí pasa. Todo se hace por cálculos matemáticos; y en levantar planos y medir distancias y tirar líneas y mirar al cielo, se pierde el tiempo mas precioso; Figurate que las principales operaciones se han ejecutado en un tablero de ajedrez". Entretanto, hay cuerpos de ejército que han estado sin comer tres días. Yo no se que será de nosotros, y de veras que si a la crítica situación en que estamos, se agrega la constante apatía del Gral. Mitre, bien puede suceder que yend por lana salgamos trasquilados. Todo se deja para mañana y de día en día se aplazan los movimientos mas importantes, y que de suyo reclaman celeridad".