22 de diciembre de 2006

Una Constitución cualquiera

[Continuación de El Sitio de Hilario Lagos]

El cuadernillo

Hacia mediados de 1852, mientras la indomable provincia de Buenos Aires trataba de escapar de las garras de Justo José de Urquiza sin hacer asco a cualquier medio, a la pequeña ciudad de Santa Fe iban llegando los flamantes diputados que integrarían la Asamblea Constituyente encargada de redactar una Constitución Nacional. Habían pasado más de 40 años desde la Revolución de Mayo y nuestros paisanos no habían logrado organizar la República. Los fallidos intentos constitucionales solo habían logrado avivar el fuego de la discordia, dando paso a las lanzas que sembraron de cadáveres las provincias argentinas. Para algunos, la Constitución era un simple “cuadernillo” absolutamente inaplicable para la convulsionada y anárquica sociedad de entonces. Para otros, era la anhelada pócima mágica que encauzaría para siempre a los argentinos, acostumbrados a convivir de manera elemental y rudimentaria, en los portentosos caminos del progreso, el desarrollo y la civilización.

El bálsamo

Juan Manuel de Rosas fue Gobernador de la provincia de Buenos Aires desde 1829 hasta 1832 y desde 1835 hasta 1852. Durante su extenso gobierno, fue ferozmente combatido desde todos los flancos. Lo enfrentaron, casi sin pausa, provincias del interior, países limítrofes y potencias extranjeras. Los jóvenes de la “Generación de 37” y los viejos unitarios exiliados en Chile, Bolivia y Montevideo lo hostigaron sin piedad a través de la prensa y el fomento de conspiraciones, bloqueos e invasiones en censurable alianza con países europeos. Todos estos opositores portaban en lo alto el estandarte de la soñada Constitución que causaría el efecto de un bálsamo sobre las ensangrentadas provincias argentinas. Lo mismo pensaban algunos Gobernadores de las provincias, angustiosamente necesitados de disponer de la protección de algún poder supremo que asegure su autoridad, permanentemente amenazada por reyertas intestinas y disputas con otras provincias. Lo cierto es que las experiencias constitucionales de carácter unitario de 1819 y 1826 habían fracasado rotundamente, hundiendo a la incipiente República en un infierno de guerras civiles que se llevaron la vida de miles de argentinos. El anecdotario federal cuenta que, en el ardiente enero de 1827, al llegar el enviado de Buenos Aires a Santiago del Estero, "vestido a la europea: frac, chaleco y chaqueta", fue recibido por el gobernador Juan Felipe Ibarra... en calzoncillos. "La improcedencia de la Constitución de 1826, su carácter unitario, la hacían tan inapropiada y lejana a la realidad argentina como la gruesa chaqueta del enviado porteño en la tórrida siesta del estío santiagueño".

Los gobernadores

Juan Manuel de Rosas, más pragmático, tenía claro que en el estado en que se encontraban las provincias, no era posible trabajar en un proyecto integrador sin atravesar el sendero de lacerantes espinas que caminaron quienes lo intentaron previamente. Es posible que hubiese también otros motivos para su negativa a constituir un Estado Nacional. Estimamos que la idea de compartir con las provincias los ingresos aduaneros de “su” Buenos Aires no era vista con buenos ojos por la poderosa casta de hacendados terratenientes a la que pertenecía y que tenía influencia en sus decisiones. Especulaciones al margen, el hecho es que desde las provincias llegaban los reclamos de agobiados gobernadores pidiendo la constitución de un poder central. En 1832, el mencionado Juan Felipe Ibarra, le escribe al Restaurador: “...si carecemos de un centro común que uniforme nuestra política e intereses, si no activamos la reunión de una asamblea constituyente para tener leyes nacionales y un gobierno general suficientemente vigorizado que las haga cumplir y respetar por la razón o por la fuerza... si no reconocemos una autoridad superior que dirima nuestras contiendas haciéndonos conocer claramente nuestros deberes... cómo y cuándo podremos lisonjearnos de haber recogido el fruto de tantos años de fatigas y desvelos?”. Un mes después, llegaría la terminante respuesta desde Buenos Aires: “Muy digno es por cierto de los sentimientos de un patriota el anhelo de poner término a nuestras fluctuaciones políticas... Si me dejara arrastrar por el entusiasmo sería el primero en clamar por una asamblea que... centralizase la acción del poder. Pero la experiencia y los repetidos desengaños me han mostrado los peligros de una resolución dictada solamente por el entusiasmo sin estar aconsejada por la razón y por el estudio práctico de las cosas. Ateniéndome a ellas tengo que decir a Ud., con igual franqueza que la suya, que el estado actual de la República lo considero el menos a propósito para la reunión de un cuerpo legislativo nacional”.

La carta

Juan Facundo Quiroga era uno de los líderes del interior más comprometido con la idea constituyente. Rosas, aún lejos de ser su enemigo, no pensaba lo mismo. En su famosa “Carta de la Hacienda de Figueroa”, el Restaurador le expresa al mítico riojano, que iniciaba el viaje que lo llevaría a la muerte en Barranca Yaco: “...Usted y yo deferimos a que los pueblos se ocupasen de sus Constituciones particulares, para que después de promulgadas, entrásemos a trabajar los cimientos de la gran Carta nacional... ¿Quién para formar un todo ordenado y compacto, no arregla y solicita, primeramente, bajo una forma regular y permanente, las partes que deben componerlo?... ¿Quien forma un ser viviente y robusto, con miembros muertos, o dilacerados, y enfermos de la más corruptora gangrena, siendo así que la vida y robustez de este nuevo ser en complejo, no puede ser sino la que reciba de los propios miembros de que se ha hecho de componer?... Carecemos totalmente de elementos para un Gobierno de unidad... En este lastimoso estado (en el que se encuentran las provincias) es preciso crearlo todo de nuevo, trabajando, primera, en pequeño y por fracciones, para entablar después un sistema general que lo abrace todo. Obsérvese que una república federativa es lo mas quimérico y desastroso que pueda imaginarse, toda vez que no se componga de Estados bien organizados de sí mismos... En una palabra, la unión y tranquilidad crea el Gobierno general; la desunión la destruye; él es la consecuencia, el efecto de la unión, no la causa; y si es sensible su falta, es muelle mayor su caída, porque nunca sucede esto sino convirtiéndose en escombros de toda la república...Cuando el espíritu de tranquilidad se haga visible por todas partes, entonces los cimientos empezarán por valernos de misiones pacíficas y amistosas, por medio de las cuales, sin bulla ni alboroto, se negociará amigablemente entre los Gobiernos, hoy esta base, mañana la otra, hasta colocar las cosas en tal estado que cuando se forme el Congreso lo encuentre hecho casi todo y no tenga más que marchar llanamente por el camino que ya los mismos pueblos de la república le hayan designado. Esto es lento a la verdad, pero es preciso que así sea, y es lo único que creo posible entre nosotros, después de haberle destruido todo, y tener que formarnos del seno mismo de la nada”. Simple y claro. Primero había que establecer el orden, sellar el fin de la anarquía; luego se podrían formalizar las constituciones provinciales y, recién después, como consecuencia lógica, se trabajaría en la creación de un Gobierno Federal con su Constitución de plena aplicación en todo el territorio. Hace Rosas también en su carta un cáustico recuerdo de los previos intentos constitucionales: “Fuera de que en la actualidad apenas se encuentran hombres para el Gobierno particular de cada provincia: ¿de dónde se sacarán los que hayan de dirigir la república? ¿Habremos de entregar la administración general a ignorantes, ambiciosos, a unitarios y a toda clase de bichos?, ¿No vimos que la constelación de sabios no encontró más hombres para el Gobierno general que a don Bernardino Rivadavia, y que éste no pudo organizar su ministerio sino quitándole el cura a la Catedral, y haciendo venir de San Juan al doctor Lingotes (Salvador María del Carril) para el Ministerio de Hacienda, que entendía de este ramo lo mismo que un ciego de nacimiento entiende de astronomía?”. Premonitoriamente, advertía sobre la espinosa cuestión de la federalización de una parte del territorio para el alojamiento del Gobierno Nacional: “El punto sobre el lugar de la residencia del Gobierno suele ser de mucha gravedad y trascendencia, por los celos y emulaciones que esto excita en los demás pueblos, y la complicación de funciones que sobrevienen en la corte o capital de la república, con las autoridades del Estado particular a que ella corresponde”. El tiempo le daría la razón. En 1880, la Capital Federal nacería con el rostro bañado en sangre tras feroces combates urbanos entre compatriotas.

Las preguntas

El tiempo pasó y, en 1852, Rosas fue derrocado y enviado al exilio. El poder quedó en manos de Justo José de Urquiza, un poderoso caudillo entrerriano de pocas luces y menos escrúpulos, que rápidamente se vio rodeado de los exiliados que regresaban reclamando a viva voz la reunión de un Congreso Constituyente. Resistirse a la tentadora Aduana de Buenos Aires no era para cualquiera y el hombre hizo un rápido llamamiento a las provincias para organizar el asunto. Llegó el Acuerdo de San Nicolás y la convocatoria de una Asamblea Constituyente, en la pequeña ciudad de Santa Fe, que se encargaría de redactar una Constitución Federal. ¿Como fueron esos días? ¿Quienes fueron los representantes que votaron nuestra Carta Magna? ¿Quienes influyeron? ¿En que se basaron para trabajar? Surgen muchas preguntas acerca de este hecho trascendental para la República Argentina, pero sobre el cual la mayoría de nosotros tiene nulo o escaso conocimiento. Intentaremos en breves párrafos dar alguna respuesta a esos interrogantes.

En Santa Fe

Respondiendo a la convocatoria sellada por los gobernadores en el Acuerdo de San Nicolás, comenzaron a llegar a Santa Fe los diputados que representarían a las provincias. Durante varios meses, ”señores estirados y despreciativos”, sofocados dentro de sus “fraques europeos”, pasarían delante de las narices de los asombrados vecinos, mirando de reojo y dándose aires de alta alcurnia. En cada esquina se escuchaban frases repletas de abstracciones grandilocuentes, como “voluntad de los pueblos... goces de la libertad...el progreso de la civilización”, que hacían abrir los ojos bien grandes a los tímidos habitantes locales. Como es de imaginar, la Santa Fe de mediados del siglo XIX no se caracterizaba por su infraestructura hotelera, por lo que los recién llegados fueros alojados en las austeras habitaciones del Convento de San Francisco y en el de La Merced. Otros, seguramente menos adeptos a convivir entre hostias y crucifijos, prefirieron alquilar habitaciones en casas particulares o los humildes cuartos del piso superior de la fábrica de alfajores que se encontraba cercano al antiguo Cabildo santafesino, sitio donde se reunía el Congreso. A través de un pintoresco relato, el historiador santafesino José Rafael López Rosa nos dibuja un cuadro de esos hombres: “Hay entre ellos enlevitados señores de almidonada camisa, amplia patilla o cuidado afeite, descendientes de las mas tradicionales familias del Río de la Plata, de sólida cultura y finos ademanes. Por el contrario, hay otros que sólo les falta la chuza en la mano, lacio el pelo, oscura la mirada y hoscos en el trato; sus inteligencias, arrolladoras como el viento de las pampas, habrán de conmover al Congreso. Otros, ni atildados ni caudillescos, son los hijos del pueblo, letrados o eruditos traen en sus rostros las huellas dolorosas de la tiranía. Completando el cuadro llegan guerreros y frailes, hombres que descienden de sus potros de peleas o acaban de dejar la soledad del claustro, de breviarios y latines. Curas y montoneros que vienen desde los cuatro puntos cardinales de la patria para poner el hombro en la obra de la organización nacional”.

¿Quienes eran los diputados, a quien representaban y como habían sido elegidos?

Veamos;

Juan Francisco Seguí (Santa Fe), abogado, santafesino
Manuel Leiva (Santa Fe), santafesino
Juan María Gutiérrez (Entre Ríos), porteño
Juan del Campillo (Córdoba), abogado, cordobés
Santiago Derqui (Córdoba), abogado, cordobés
José Benjamín Gorostiaga (Santiago del Estero), abogado, santiagueño
Benjamín Lavaisse (Santiago del Estero), sacerdote, santiagueño
Martín Zapata (Mendoza), abogado, mendocino
Agustín Delgado (Mendoza), mendocino
Luciano Torrent (Corrientes), abogado y médico, correntino
Pedro Díaz Colodrero (Corrientes), correntino
Salvador María del Carril (San Juan), sanjuanino
Ruperto Godoy (San Juan), sanjuanino
José Manuel Pérez (Tucumán), sacerdote, tucumano
Salustiano Zavalía (Tucumán), abogado, tucumano
Delfín Huergo (San Luis), abogado, salteño
Juan Llerena (San Luis), puntano
Facundo Zuviría (Salta), abogado, salteño
Pedro Alejandrino Centeno (Catamarca), sacerdote, catamarqueño
Pedro Ferré (Catamarca), militar, correntino
Manuel Padilla (Jujuy), abogado, jujeño
José de la Quintana (Jujuy), jujeño
Regis Martínez (La Rioja), abogado, cordobés

Como podemos apreciar, en su mayoría nombres absolutamente desconocidos para nosotros. Insólitamente, varios de ellos ni siquiera conocían la provincia que representaban. Otros, si bien habían nacido en ella, hacía muchos años que la vida los había llevado por otras latitudes. Lo cierto es que, como escribió Domingo F. Sarmiento, tras enfrentarse públicamente con el caudillo entrerriano que tenía las riendas del Congreso Constituyente, “9 diputados habían salido, como Eva, de las costillas de Urquiza”. Y no exageraba. Del barco que trasladó al caudillo desde Buenos Aires, tras su breve estadía después de la batalla de Caseros, bajaron alegremente en el pequeño puerto santafesino, el grupo de constituyentes que había ganado su confianza en las reuniones que Urquiza convocaba en los salones y jardines de la casona de Palermo de San Benito. Ávido de sustento intelectual y político que compensara sus debilidades como estadista, Urquiza agitó a los cuatros vientos el estandarte de “ni vencedores, ni vencidos”. En respuesta, se apretujaron bajo su ala protectora toda clase de “buscavidas” de la política. Flamantes rosistas conversos, exiliados recién llegados y unitarios de dudoso prontuario se sacarían los ojos por recibir los favores del nuevo mandamás. Había lugar para todos en el heterogéneo arco iris constitucional del “Libertador”.

Las "elecciones"

El Acuerdo de San Nicolás, al convocar al Congreso Constituyente, rezaba en el artículo 7º: “..., los infrascriptos (los gobernadores firmantes) usarán de todos sus medios para infundir y recomendar estos principios y emplearán toda su influencia legítima, a fin de que los ciudadanos elijan a los hombres de más probidad y de un patriotismo más puro e inteligente”. Presionados por la incertidumbre del porvenir que provocó la caída de Rosas y por los golpes de estado internos que sufrían en sus pequeñas “patrias”, los gobernadores, en general, enviaron diputados que se adaptaran al paladar de Urquiza. Enterrados hasta el cuello en rencillas locales, tenían suficientes problemas como para ganarse un enemigo del calibre del poderoso y temido caudillo entrerriano. El historiador José María Rosa intenta explicar esta situación: “Los gobernadores proponiendo candidatos a Palermo, o ratificando la elección hecha en Palermo, hicieron lo único que podía y debía hacerse, y sus elegidos fueron auténticos representantes del momento político en que se vivía”. A pesar de las altisonantes palabras del Acuerdo de San Nicolás, ellos solo podían proponer o ratificar los diputados que representarían a sus provincias. La última palabra era de Urquiza. De nadie más.

Los "alquilones"

Triunfante la revolución del 11 de septiembre de 1852, Buenos Aires desobedeció la convocatoria de Urquiza y retiró sus diputados. Tras la escisión, los porteños utilizaron la prensa para mofarse de los diputados “electos” por el entrerriano, colgándoles del cuello el mote de “alquilones”, por el origen espurio de su escasa o nula representatividad. La movida de Buenos Aires sacudió el piso de varios diputados por esa provincia que ya estaban en Santa Fe. Algunos de ellos regresaron con prisa al Río de la Plata por convicción o para no perder sus cargos públicos. Otros se quedaron, reubicándose rápidamente con la velocidad de una gacela, la astucia de un zorro y la voracidad de una hiena. Con la perfidia e inescrupulosidad que lo acompañó durante su extensa vida política, el Dr. Salvador María del Carril, desesperado al ver esfumada su banca por Buenos Aires, se arrodilló ante el gobernador sanjuanino Nazario Benavídez suplicándole por una vacante: “... tengo el gusto de ofrecerme...” le decía. Favorecido por la caída en desgracia de Domingo F. Sarmiento, que había resultado diputado electo por San Juan, recibió “a vuelta de correo” el acta que lo designaba como representante de su provincia natal. Su conducta en las sesiones del Congreso dejaría cruda impresión en quienes compartieron esas jornadas con él: “... era el que más sabía...”, “...este viejo vale mucho...”, “...calculador, frío y reservado, pero apto para el hábil manejo y la diplomacia del silencio...”, “...prefería la penumbra a la exhibición teatral...”, “...se sentía frío al estrechar su mano, frío que venía muy adentro...”. Lucía como un halcón silencioso y astuto que prefería la discreción de los pasillos y la reserva del diálogo en voz baja para imponer sus ideas. ¡Vaya si tenía ideas! Las balas que años antes atravesaron de lado a lado el pecho de Manuel Dorrego llevaban sus iniciales lacradas en el plomo.

Don Yo

Domingo F. Sarmiento, que había acompañado a Urquiza en el Ejército Grande como boletinero, se alejó de él a los pocos días de la batalla de Caseros, enfurecido por la falta de reconocimiento y el carácter autoritario del caudillo federal. Tras un breve paso por Río de Janeiro, regreso a Chile donde escribió la célebre Carta de Yungay. Allí descargaría todo su arsenal contra la obra constitucional del entrerriano: “¿A quién va a engañar con esas bromas del Congreso? ¿Como cree que mañana, que dentro de seis años, hombres que se estimen tengan respeto por la obra soplada de Huerguito, Gondra, Leiva, Gorostiaga, Elías, que Ud. hace morder por su perro Purvis? ¡Elías, don Ángel, constituidor de la República!... No sea niño... Y todos los demás, aún las pocas figuras esclarecidas que se sientan en el Congreso, no son mas que los ochos o nueves de la baraja...”. El tiempo le daría la derecha al vehemente sanjuanino que estuvo muy acertado en su predicción...

El joven sacerdote

Obligados a convivir durante varios meses en la pequeña y pobre Santa Fe, los diputados, generalmente, mantenían buenas relaciones con sus pares. Claro que había excepciones. Después de todo, eran seres humanos. Así le escribía “el joven párroco” santiagueño Benjamín Lavaisse a su Gobernador al enterarse que debía compartir el viaje con un diputado cordobés: “Dentro de poco debo partir acompañado del diputado don Juan del Campillo que va por esta provincia. ¿Que le parece, amigo, este nombrato? Avísele esta anomalía a mi hermano Juan para que reniegue un poquito. Y si quiere verlo como una fiera, dígale que don Adeodato de Gondra y Calixto María González vienen por La Punta. Efectivamente, amigo, son nombramientos estos que a un hombre honrado ruborizan al tener que suscribir su nombre puro y honrado con el de estos avechuchos tan desacreditados”. Este sacerdote, de “fino olfato político” y bajo perfil, repartía palos a diestra y siniestra en esa correspondencia privada con el mandamás santiagueño: “...bandido clérigo, vicho vivoresco, clérigo fanático afrailado” le descargaba a su colega catamarqueño Pedro Centeno. Pero esas eran caricias comparadas con los adjetivos que le adosaba al vanidoso salteño Facundo Zuviría: “viejo palangana, boliviano y apologista de sí mismo... mozo que las echa de vivo... hideputa salteño”. Tampoco se salvaban los comprovincianos de Zuviría: “Que tendrán esos salteños que no encuentro sino grandísimos maulas...”; ni los porteños que eran, a su criterio “todos unos malhechores...”. Condenado a compartir las sesiones con semejantes compañeros, refería: “he de vivir en el Congreso con la vilis ecsaltada...y haciendo esfuerzos por conducirme con mesura y templanza”. En 1854, con escasos 31 años, falleció repentinamente en un viaje por el interior. Quizás un salto del carruaje, en los intransitables caminos provinciales del siglo XIX, lo llevó involuntariamente a morderse la lengua...

El poeta

Las actividades del Congreso se vieron permanentemente interrumpidas por los conflictos generados por la secesión de Buenos Aires. Algunos diputados, con el fin de no abandonarse al hastío de la antigua villa, trabaron rápida relación con la pequeña burguesía local, participando de las tertulias, bailes y saraos que se organizaban. Apoyado en las ventajas que otorgaba el hecho de ser un distinguido diputado constituyente, el porteño Juan María Gutiérrez supo ganarse las simpatías de una irresistible quinceañera santafesina. Aturdido por la juvenil belleza de la niña, el hombre, veinticinco años mayor que ella, aplicaba sus dudosas condiciones poéticas a las faenas constituyentes. “Si no hubiera estado Gorostiaga en la Comisión Redactora, espíritu prosaicamente jurista, es muy probable que la Constitución habría salido íntegramente en verso”. No era Gutiérrez un hombre nacido precisamente para las terrosas aguas de la política. Así afirmaba Juan Bautista Alberdi, que compartió con él una juventud romántica, soñadora y extranjerizante: “Es un gran hombre de Estado... que no ha nacido para la política”. Similares conceptos inspiraba en Sarmiento: “...es un literato conocido por largo tiempo, mas consagrado a medir y confeccionar versos que a las cuestiones públicas”. Puede decirse que “fue para los políticos, un poeta perdido involuntariamente perdido en aguas ajenas; para los poetas, un político que componía versos en ratos de ocio”.

Las Bases

El folleto “Bases y Puntos de Partida para la Organización de la República Argentina...” de Juan Bautista Alberdi fue uno de los pilares de nuestra Carta Magna. El tucumano, que no pisaba tierra argentina desde 1838, había incluido en su opúsculo algunos pasajes que, evidentemente, dejaban de lado e ignoraban la realidad, los problemas, las necesidades del hombre nativo de estas tierras. “Es utopía, es sueño, es paralogismo puro el pensar que nuestra raza hispano-americana, tal como salió formada de su tenebroso pasado colonial, pueda realizar hoy la república representativa... No son las leyes lo que precisamos cambiar: son los hombres, las cosas. Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad por otras gentes hábiles para ella”. Surge la pregunta inmediata: ¿Y con “nuestras gentes”, que hacemos...? “...si ha de sernos mas posible hacer la población para el sistema de gobierno, que el sistema para la población, es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona. Ella está identificada al vapor, al comercio, a la libertad, y nos será imposible de radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esta raza de progreso y de civilización... La libertad es una máquina que como el vapor requiere maquinistas ingleses de origen. Sin la cooperación de esa raza es imposible aclimatar la libertad en parte alguna de la tierra”. Visto el énfasis de sus afirmaciones, cualquiera puede suponer que Alberdi pasó, al menos, la mitad de su vida rodeado de los virtuosos e inmaculados anglosajones que tanto admiraba. Error. En 1843, estuvo solo algunos meses de paseo en Italia, Suiza y Francia. Esa era toda su experiencia europea. No puso un pie sobre tierra inglesa ni estadounidense. Y eso no es todo. A punto de regresar trazó en el papel algunas conclusiones de su periplo: “Que bella es la América. Que consoladora. Que dulce. Ahora lo conozco; ahora que he conocido estos países de infierno; estos pueblos de egoísmo e insensibilidad, de vicio dorado, de prostitución titulada. Valemos mucho y no lo conocemos; damos más valor a la Europa, que el que merece. En cuanto a sus celebridades, ¡ha! que equivocaciones padecemos. Cuantas veces ni se conoce aquí el nombre de un autor francés, que en nuestros países está en todas las bocas”. Si bien no eran países anglosajones, el hombre debió haber imaginado que no siempre las cosas son como se pintan. Sigamos con sus Bases: “Proteged empresas particulares para la construcción de ferrocarriles. Colmadlas de ventajas, de privilegios, de todo favor imaginable sin deteneros en medios. Preferid este expediente a cualquier otro... Entregad todo a los capitales extranjeros. Dejad que los tesoros de fuera como los hombres, se domicilien en nuestro suelo. Rodead de inmunidades y de privilegios el tesoro extranjero para que naturalice entre nosotros”. ¿No será demasiado, ingenuo Dr. Alberdi? ¿Quien nos defenderá de la voracidad de las potencias europeas? ¿Y los ríos interiores, cerrados a sangre y fuego por los cañones de la Vuelta de Obligado? Ya basta de eso. “Que cada afluente navegable reciba los reflejos civilizadores de la bandera inglesa. Que en las márgenes del Pilcomayo y el Bermejo brillen confundidas las mismas banderas de todas partes que alegran las aguas del Támesis, río de Inglaterra y del Universo”. Dice José María Rosa: “No habría visto el Támesis en su estada en Londres, pues no hay otra bandera que la inglesa. No había estudiado el origen del poderío marítimo inglés porque ignoraba el Acta de Navegación de Cromwell que cerraba los puertos a los barcos extranjeros”. El tucumano no había visto el Támesis, simplemente porque nunca había estado en Londres...

Importando leyes

Otro de los pilares de nuestra Carta Magna fue el proyecto de Constitución que Alberdi envió a Santa Fe desde su residencia en Chile. Al diputado Juan María Gutiérrez, la primera edición de las Bases le parecían solo “disquisiciones en el aire” y, necesitando algo más práctico para facilitar la tarea de los constituyentes, le sugirió que “complete su 2ª edición con un proyecto viable donde estuvieran articuladas sus ideas”. Apremiado por la falta de tiempo, Alberdi puso en una canasta una mala traducción de la Constitución de los Estados Unidos donde se omitían nada menos que las enmiendas, otra del Estado de California, algo de la Constitución vigente en Chile y redactó algunos artículos que reflejaran el ideario de las Bases. Sin demora, el folleto viajó a Santa Fe. El apuro y el vago conocimiento del idioma inglés hicieron que los constituyentes aprobaran algunos artículos tal cual estaban redactados en el proyecto de Alberdi, incluyendo los errores de traducción y la omisión de las enmiendas que ajustaban algunos artículos de la Constitución norteamericana. Por muchos años, esta suma de descuidos funcionaría como un verdadero "semillero de pleitos" para la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

Gorostiaga, la redacción

La redacción del proyecto de Constitución Nacional estuvo a cargo de una comisión de 5 diputados, dentro de la cual se destacó largamente José Benjamín Gorostiaga, joven santiagueño de escasos 30 años, doctorado en Derecho Civil en la Universidad de Buenos Aires. Durante el rosismo, se había ganado el pan redactando artículos para “La Gaceta Mercantil”, el periódico oficialista por excelencia de la época. Tras el derrocamiento de Rosas, el joven José fue uno más de los tantos que tomó el camino que llevaba a Palermo para poner sus diligentes servicios a la orden del “Libertador” Urquiza. Ya en Santa Fe, y calificado por los porteños como uno de los “alquilones”, Gorostiaga se abstenía de participar de las tertulias de la alta sociedad para finiquitar la ardua tarea dentro de los tiempos que exigía el Gral. Urquiza. Con escasa ayuda de sus compañeros de comisión, y la intromisión oscura del indescifrable Salvador María del Carril, fue organizando el bosquejo, corrigiendo algunos de los errores de traducción del proyecto de Alberdi y rescatando ideas de la fracasada Constitución unitaria de 1826. En su habitación de los pisos superiores de la Alfajorería de Merengo, exponiendo su sólida formación en leyes y una enorme voluntad de trabajo, logró dar forma al borrador que los diputados discutirían en las “10 noches históricas” que culminarían con el texto definitivo. El intelectual Paul Groussac, que tenía un inocultable encono personal con Alberdi, supo afirmar que “no ha sido puesta en realce la figura de Gorostiaga, que desde el principio al fin domina la situación parlamentaria. Si fuera lícito admitir que tenga un autor la Constitución Federal que rige la República, debería aparecer como tal Gorostiaga y no Alberdi”. Más allá del admirable trabajo del santiagueño, creemos necesario destacar que el mismo no se caracterizó por la identificación con la realidad argentina de la época. Lo reconoce el mismo Gorostiaga, mas tarde, en los debates del Congreso: “el proyecto esta vaciado en el molde de la Constitución de los Estados Unidos, único modelo de verdadera federación que existe en el mundo”. Lo confirma Juan María Gutierrez, quien trabajó a su lado de la redacción, reconociendo que “había sido tomada de Norteamérica, única federación digna de ser imitada”. Años mas tarde, desde su cargo en la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Gorostiaga dejaría en blanco sobre negro el perfil importado de nuestra Carta Magna: “El sistema que nos rige no es una creación nuestra; lo hemos encontrado en acción, probado por largos años de experiencia, y nos lo hemos apropiado”. Los años posteriores mostrarían que una Constitución importada desde una realidad muy diferente a la nuestra solo era aplicable sometiendo o eliminando a quienes no fueron contemplados en la redacción de los artículos. El veneno lento y silencioso del librecambio postraría a la mayoría de los argentinos en un largo sueño del que recién despertarían décadas mas tarde. Y para quienes lograran ponerse de pie e intentaran combatirlo, sable y bala... y silencio.

Golpe de timón

Un pequeño incidente deja claramente expuesta la influencia de Urquiza sobre los diputados constituyentes. Antes de iniciarse los debates, el texto propuesto por Gorostiaga fue tratado por la comisión de 5 miembros, encontrando, en 3 de sus integrantes, dura resistencia en algunos artículos que tenían que ver con la libertad de cultos y la determinación de Buenos Aires como territorio federal. Menudo problema. Advertido Urquiza de la situación, por esos días en Buenos Aires lidiando con la provincia rebelde, dio un rápido golpe de timón aumentando la cantidad de diputados en la comisión de 5 a 7 miembros y enviando en "misión especial" al interior a algun diputado indisciplinado. Problema resuelto. La Constitución tenía que salir rápido y no había que andar con “remilgos y disidencias”. Nuestros dirigentes contemporáneos, que manipularon a voluntad la conformación de la Suprema Corte de Justicia para obtener la “mayoría automática”, en realidad, no inventaron nada.

El salteño rebelde

El debate en general del proyecto definitivo comenzó el 20 de abril de 1853. Promediando la primera sesión, el diputado Facundo Zuviría pidió permiso para dar lectura a su alegato en el que se pronunciaría por un “aplazamiento hasta lograr la pacificación de la República”. ¿Quien era este hombre que se atrevía a contradecir abiertamente las órdenes de Urquiza? Era nada menos que el Presidente de la Asamblea Constituyente. De verbosidad excesiva conjugada con un inmenso placer al escucharse, el salteño “no se fatigaba nunca. Se alarmaba cuando sospechaba que había entre los oyentes alguno que aspiraba a sucederle, que espiaba el momento para terciar en sus interminables monólogos. Entonces doblaba la rapidez y la palabra tomaba una celeridad vertiginosa. El oído de los espectadores quedaba adormecido y era preciso escaparse”. De gestos ampulosos y teatrales, “cuando estaba en silencio, lo que acontecía rarísima vez, parecía uno de esos troncos secos que se encuentran en los bosques salteños...”. Los hombres que representaban al círculo urquicista, conocedores de su verborragia incansable, le dieron el visto bueno a su pedido con resignación. Zuviría, en una pieza oratoria de crudo realismo, formularía su discurso más recordado. Haciendo un poco de historia recordaba lo sucedido con los previos intentos constitucionales que murieron antes de nacer, hundiendo al país en un mar de sangre: “...las mismas Constituciones han sido, entre nosotros, el foco o pretexto de mayor anarquía, la positiva enseña de los trastornos y escándalos...”. Con lúcidas palabras intentó, en vano, explicar que la sociedad, el pueblo, las incipientes instituciones de la Argentina de 1853 no estaban preparadas para someterse al texto de una Constitución, que para colmo de males, estaba basada en leyes fundamentales aplicadas a sociedades, pueblos e instituciones muy diferentes a las nuestras: “...cuando los pueblos no están preparados para recibir una Constitución, la Constitución es el peor de los remedios que se puede aplicar... la república no se halla en estado de que podamos llenar este objeto con un cuaderno escrito que, muchas veces, sólo ha servido de tea para la discordia y guerra civil... las instituciones no son sino las fórmulas de las costumbres públicas, de los antecedentes, de las necesidades, carácter de los pueblos y expresión genuina de su verdadero ser político. Para ser buenas y aceptadas, deben ser vaciadas en el molde de los pueblos para que se dicten”. Como una premonición que trascendería hasta nuestros tiempos, hizo una dura advertencia que no fue escuchada: “Si, sancionada la Constitución, se calcula en hacerla aceptar y observar por la fuerza, es seguro que cuando no sea rechazada por la misma, le faltarán la voluntad y convicción, únicas bases de estabilidad en que reside el poder de la ley y la autoridad que ella creare. No reposando sobre tales bases ni recíprocas conveniencias, único garante de aquéllas, no pondrá fin a los recelos, no calmará las venganzas, no extinguirá los odios, ni evitará las reacciones de un resorte comprimido que, para estallar, sólo espera el momento en que cese la compresión. Con la fuerza se conquista, no se convence; se domina, no se gobierna”. Ya finalizando su vibrante alocución propuso un aplazamiento en la sanción de la Constitución, período durante el cual “podremos tomar algún conocimiento de la situación, peculiaridades, intereses, comercio, rentas, industria, organización interior, población y demás elementos constitutivos de los pueblos que vamos a organizar. Sin este previo conocimiento, sin alguna estadística de aquéllos, no concibo, señor, cómo podamos darles una Constitución que presupone tales antecedentes, si no es que nos resolvamos a un procedimiento que no es político ni lógico, cual es acomodar y vaciar los pueblos en la Constitución, en vez de acomodar y vaciar ésta en aquéllos”. Cerraría su disertación con conmovedoras palabras: “A mi patria he consagrado hasta hoy cuanto he podido consagrarle; todo he sacrificado en sus aras; le sacrificaré también mi vida, como en esta vez la ofrezco hasta el sacrificio de mi crédito y popularidad; el de mi conciencia, ¡ no!”.

En la miseria

Como es de suponer, las palabras de Zuviría fueron a parar a un saco roto entre los comentarios despectivos de los “alquilones” que colgaban del látigo de Urquiza. “¿Hemos de burlar a los pueblos en su anhelada esperanza de que una Constitución liberal ponga fin a las desgracias que los aquejan?... ¡Los pueblos que con el grito puesto en el cielo nos piden la carta constitucional!... ¿Y los pueblos? ¡La voluntad de los pueblos que nos mandaron aquí a votar una Constitución! ¡Que van a decir los pueblos!...” ¿Los pueblos? ¿A que pueblo se referían? Los pueblos no habían mandado a votar ninguna Constitución. Era la minúscula camarilla letrada a la que pertenecían la que estaba obsesionada con "constituir" la República contra viento y marea. Los "circuleros" disparaban frases sin sentido, pletóricas de palabras huecas e irrealidad: “La Constitución... es el Pueblo, es la Nación Argentina hecha ley y encerrada en este código”. Alguno fue mas sincero, quitándose definitivamente la careta: “Estoy dispuesto a suscribir una Constitución cualquiera antes que conformarme con el modo de ser actual de la República”. De eso se trataba finalmente. Acá era cuestión de sancionar una Constitución. Como sea. El acta registra la votación final con una frase algo contradictoria: “... y resultó unánimemente aprobada y aclamada por catorce votos contra cuatro”. Algunos de estos cuatro “montoneros” y otro diputado que promediando las sesiones se excedió en sus atribuciones, sufrieron las de Caín al ver desaparecidas sus magras dietas por orden de Urquiza. Cortado adrede todo crédito con los comerciantes de Santa Fe, escribían desesperados: “ciudadano pobre y con una numerosa familia... haciéndome saber (la familia) que su indigencia llega al extremo del hambre. Alimentase la inmensidad de este dolor al ver que no tengo aquí recursos para satisfacer aquella perpetua exigencia”. Otro motivaba el regreso a su provincia por “llegar a ser muy escasos los medios de subsistencia en esta ciudad”. Rogando auxilio a su Gobernador escribía un diputado correntino: “Me es muy dispendiosa mi subsistencia en este destino por la falta de ocurrirnos con los subsidios; en pocos días van a agotarse los recursos miserables que nos han suministrado y no tengo esperanzas de que nos socorran en adelante”. Pagaban con hambre y miseria la imprudencia de haber votado a conciencia contra la voluntad del poderoso caudillo entrerriano.

Las 10 noches históricas

El 21 de abril se iniciaron las “10 noches históricas” donde se trataría cada artículo en particular. Urquiza había dado la orden terminante. La Constitución debía estar aprobada antes del 1º de mayo. Todas las tardes, cuando el sol se empezaba a esconder en el cálido otoño santafesino, los constituyentes partían hacia la sala de debates donde se quedaban hasta la madrugada discutiendo, o mejor dicho aprobando, cada uno de los artículos. No hay que ser muy despierto para deducir que 10 sesiones para 107 artículos resultan algo escasas. No debe haber sido muy enriquecedor el debate teniendo en cuenta que cada artículo debía discutirse, votarse y asentarse en el acta correspondiente. A medida que se acercaba el 1º de mayo, apremiados por la falta de tiempo, los constituyentes apuraron los trámites hasta desarrollar un ritmo vertiginoso. ¡El día 29 de abril se aprobaron nada menos que 44 artículos! Semejante apuro llevó al secretario a cometer importantes errores en las actas que escribía a velocidad de una liebre. Durante 100 años, nuestra Constitución Nacional tuvo 7 artículos cuya debate y votación brillaba por su ausencia en el acta correspondiente. Podemos coincidir en que no es la mejor manera de iniciar la organización de una república. ¡Y pensar que nosotros sentimos vergüenza ajena cuando vemos como nuestros actuales diputados sacan leyes como chorizos en las últimas sesiones de cada año...!

La letra del cordobés

Llegadas las primeras horas de aquel 1º de mayo, el tratamiento en particular de cada uno de los 107 artículos ya se había formalizado. O algo así... Rápidamente debía iniciarse con la escritura sobre el libro de cantos dorados preparado para la ocasión. El cordobés Juan del Campillo puso a disposición del Congreso su buena caligrafía y, en 10 horas de arduo trabajo, volcó a mano firme el contenido completo de nuestra Carta Magna. “Laboró esa noche y la mañana con tan buen pulso, que los caracteres bien perfilados no traslucen el indudable cansancio del meritorio cordobés”. El libro se encuentra hoy depositado en dependencias del Senado de la Nación dentro de una caja fuerte en condiciones que distan de ser las ideales para una pieza de semejante valuación histórica. No bien el diputado Del Campillo finalizó su tarea, se procedió a reunir al Congreso para el solemne acto de firma y juramento. A los cinco días, el libro era recibido por Urquiza en San José de Flores. Los diputados constituyentes habían cumplido el trabajo que les había encomendado. El caudillo entrerriano, harto de reñir con los porteños, habrá pensado: ¡Al fin una buena noticia!.

Conclusión

Ya teníamos Constitución. ¿Y después que? Los años dejarían en claro que el efecto mágico de la ley fundamental como solución a los problemas de nuestros antepasados estuvo lejos de cumplirse. Una Constitución forjada en moldes importados, en el que la mayoría de los habitantes de carne y hueso era ignorada, tuvo el destino que tenía que tener. Inaplicable en nuestro territorio, fue ignorada y manoseada a gusto por los dirigentes que detentaron el poder. ¿Y el pueblo? ¿Que respeto podía inspirar en el verdadero pueblo una Constitución que los había desdeñado? Por años, los representantes exclusivos de una exigua minoría culta y refinada debieron recurrir al sable y al cañón para ejercer la autoridad. Las guerras contra “las montoneras” continuaron, la persecución y el reclutamiento forzoso contra el gaucho se intensificó y el avasallamiento de las autonomías provinciales se hizo atroz, fortaleciendo, día tras día, la supremacía de los poderosos terratenientes y comerciantes burgueses que se favorecían por las ventajas del comercio libre sellado a fuego en las páginas que escribió Del Campillo. La embrionaria industria nativa del interior fue entregada atada de pies y manos a la voracidad del comercio extranjero. “La Constitución era liberal y los libres eran pocos”. Esos pocos serían los únicos beneficiados. Seguramente con las mejores intenciones y una enorme cuota de inocencia, Alberdi había escrito es sus afamadas y escasamente leídas "Bases": "La prensa, la instrucción, la historia, preparadas para el pueblo, deben trabajar para destruir las preocupaciones contra el extranjerismo, por ser obstáculo que lucha de frente con el progreso de este continente". Ese mandato se cumplió al pie de la letra. Muchos años después, don Arturo Jauretche describiría las consecuencias con su pluma maestra: "A la estructura material de un país dependiente corresponde una superestructura cultural destinada a impedir el conocimiento de esa dependencia, para que el pensamiento de los nativos ignore la naturaleza de su drama y no pueda arbritrar propias soluciones, imposibles mientras no conozca los elementos sobre los que debe operar, y los procedimientos que corresponden, conforme a sus propias circunstancias de tiempo y lugar".

¿Habrá sido el hecho de promulgar "una Constitución cualquiera" el origen del desorden hereditario que nos lleva a transgredir, con absoluto desparpajo, toda ley, norma, estatuto o reglamento que se interponga en nuestro camino?

Bibliografía

"Nos, los representantes del pueblo", José María Rosa, 1975
"Alberdi y su tiempo", Jorge Mayer, 1963
"Juan María Gutierrez", Humberto Quiroga Lavié, 1999
"Abogados destacados en el Congreso de 1853...", Ricardo Haro
"En la Confederación Argentina", Beatriz Bosch, 1998
"Juan Facundo Quiroga", David Peña, 1999
"Historia de una vieja dama indigna", Fernando Cesaretti y Florencia Pagni, 2006



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