17 de noviembre de 2006

11 de septiembre de 1852

El homenaje

Plaza Miserere. Más conocida popularmente como Plaza Once por la estación Once de Septiembre del Ferrocarril Sarmiento que desemboca en sus veredas. Allí, miles y miles de provincianos desterrados, por ambición o necesidad, transitan por los senderos día tras día intentando sobrevivir en la cada vez más populosa y cosmopolita Buenos Aires. Allí se cruzan, se miran, se chocan con otros miles de porteños, bonaerenses e inmigrantes que pululan transformando el lugar en un infernal hormiguero urbano. Casi todos ellos ignoran que detrás del nombre de la estación del ferrocarril se esconde un homenaje absurdo e incomprensible. Un tributo al más rancio centralismo portuario y el recuerdo amargo de una etapa signada por el odio, el menosprecio y la codicia.

Caseros

El año 1852 significó, en la historia de nuestra nación, un punto de inflexión en lo que hace a las ideas dominantes en el Río de la Plata. El 3 de febrero de 1852, la alianza ad-hoc conformada por el ejército del Imperio del Brasil y las huestes del Gral. Justo José de Urquiza mas el aporte de algunos miles de correntinos y unos pocos uruguayos, había vencido con relativa facilidad a las tropas del ya desgastado Juan Manuel de Rosas. Fue, a palabras del historiador Emilio Vera y González, “el acto más grande y de mayor trascendencia de nuestra historia después del 25 de mayo y del 9 de julio”. Tras la prolongada etapa rosista, caracterizada por el orden y la disciplina, se abría en Buenos Aires un interrogante acerca de los tiempos por venir. No era poco lo que estaba en juego. Se trataba de la provincia más importante de la Confederación Argentina, la más rica, la más populosa y la encargada de administrar las riquezas que otorgaba la disposición de un puerto con rápida salida al mar, cuyo comercio con el exterior era activo y próspero.

Días de anarquía y represión

Tras unos días de anarquía, en los que abundaron los saqueos en “casas de negocio y de familia”, El Gral. Urquiza tomó posesión de la residencia palermitana del depuesto Rosas y desde allí comenzó a poner orden en una ciudad aterrada ante la falta de autoridad. Evidentemente era una situación a la que los habitantes de Buenos Aires no estaban acostumbrados. El entrerriano envió tropas a contener el desorden y comenzó a cobrarse algunas deudas. Mandó degollar a varios hombres del entorno de Rosas, ordenó fusilar y colgar de los árboles de Palermo a una división entera que se había sublevado en el trayecto hacia Monte Caseros y, tras una áspera discusión, condenó al fusilamiento “por la espalda, por traidor” al artillero Martiniano Chilavert que había retornado desde Uruguay para combatir a las órdenes de Rosas. Cuenta el Gral. uruguayo Cesar Díaz, integrante del Ejército Grande, en sus Memorias: “Hablaba una mañana con una persona que había venido de la ciudad cuando empezaron a sentirse muchas descargas sucesivas. ¿ Qué fuego es ese ? Debe ser ejercicio –dije yo sencillamente tal cual me había parecido-. ¡ Qué ejercicio, ni que broma ! –dijo mi interlocutor- ¡ Es que están fusilando gente !”. Los cuerpos de las víctimas se pudrieron colgando de los árboles de la Alameda que conducía a la residencia, impresionando vivamente a quienes se acercaban a dar sus reverencias al nuevo mandamás.

El regreso

Tras la caída del “tirano” Rosas, las aguas del Río de la Plata fueron testigos del regreso a su patria de los porteños exiliados que regresaban a la añorada Buenos Aires cargando en sus baúles las ideas liberales que llegaban desde Europa y un odio fanático por cualquier icono que representase al gobierno depuesto por Urquiza y sus socios. Entre ellos, se destacaba la figura del Dr. Valentín Alsina, que atravesó la Plaza de la Victoria vistiendo “una anticuada levita del tiempo de Rivadavia”, todo un símbolo del unitarismo que lo había condenado a vivir veinte años expatriado. Otros recién llegados, como Domingo F. Sarmiento y Bartolomé Mitre, mas jóvenes por cierto, habían formado parte del triunfante Ejército Grande ocupando puestos de discreta envergadura. El sanjuanino, nacido 41 años antes en el paupérrimo poblado de San Juan de la Frontera, ponía por primera vez sus pies en Buenos Aires. Era evidente que los recién llegados no venían a Buenos Aires a pasear. “Estaban decididos a copar el gobierno”.

La alianza se desmorona

Ante tal cuadro de situación, los primeros encontronazos no tardaron en llegar. Relata Sarmiento que “las clases acomodadas de la sociedad acudían por millares a Palermo, a visitar, a ver, a aplaudir, a admirar al General vencedor, objeto del amor y del entusiasmo públicos. A los que felicitaban al General, este respondía invariablemente: -Si yo no he hecho nada. Aquí he venido a encontrar con que los escritores de Montevideo y de Chile lo han hecho todo. Los salvajes unitarios son los que han vencido a Rosas, y cosas así. Aquí encuentro que nadie quiere ponerse la divisa colorada. Yo he de entrar a Buenos Aires con esa cinta-”. Era de esperar. Solo una cosa unía a los unitarios y liberales con el Gral. Urquiza: La necesidad de eliminar a Rosas del poder. Con el Restaurador de las Leyes ya embarcado listo para partir hacia Southampton, ya nada los relacionaba. Es una situación que suele acontecer con las Alianzas. Quienes estrenamos la Argentina del siglo XXI lo sabemos bien.

El cintillo punzó

Para no herir la susceptibilidad de los porteños, el Gral. Urquiza nombró como Gobernador Provisorio de la Provincia de Buenos Aires al Dr. Vicente López y Planes, redactor de los versos de nuestro Himno Nacional. Con cierta libertad de decisión, el veterano dirigente de Buenos Aires pudo elegir a sus colaboradores sin recibir presiones del entrerriano. De hecho, designó en el Ministerio de Gobierno al Dr. Valentín Alsina, que no era precisamente un admirador de Urquiza. El primer acto de gobierno del ministro fue abolir el uso obligatorio de la divisa federal, declarando “libre el uso o no del cintillo punzó”. El unitarismo de Don Valentín, cocinado a fuego lento en la hornalla de sus días en Montevideo, comenzaba a jugar sus cartas en una partida donde el ganador se llevaría el premio mayor: La provincia de Buenos Aires.

Los festejos

El desfile de las tropas triunfantes en Caseros se programó para el 19 de febrero, pero un diluvio inoportuno postergó los festejos para el viernes 20 de febrero. “La ciudad, vibrante de emoción, estaba de fiesta”. Las columnas avanzaron por la calle Perú (Florida), doblaron por Rivadavia y entraron a la Plaza de la Victoria (Plaza de Mayo), regresando por el Paseo de la Alameda (Paseo Colón) hacia Palermo. Pero no todo era alegría. Las caras de algunos porteños se transformaron cuando vieron que el Gral. Urquiza vestía sobre el uniforme un poncho blanco y un “sombrero de copa alta, a cuyo alrededor se destacaba, sobre el fondo negro de la felpa, el rojo brillante del cintillo federal” . El provinciano desafiaba abiertamente, en sus propias calles, a los porteños que intentaban arrebatarle la gloria obtenida en combate. El desprecio mutuo era inocultable y las circunstancias que sobrevendrían no dejarían ninguna duda al respecto. No queremos abandonar este momento sin apuntar un hecho histórico. Pero no precisamente para nosotros, los argentinos. Las banderas del Imperio del Brasil recorrieron victoriosas las calles de Buenos Aires recibiendo a su paso “ovaciones y efusiones de toda índole” por parte de los porteños que no tomaban real dimensión de lo que estaba sucediendo. Nuestro enemigo de siempre paseaba sus laureles por el centro neurálgico de la Confederación Argentina ante la algarabía de la multitud. Un historiador brasileño diría años mas tarde: “Sabemos perfectamente que no habiendo jamás un general argentino derrotado a nuestras tropas en los suburbios de Río de Janeiro y desfilado triunfalmente en ésta a banderas desplegadas, al compás de su música, aunque fuera junto a revolucionarios nuestros, no es nada agradable para nuestros amabilísimos vecinos que un ejército brasilero haya tenido esa gloria”. Ya rumbo a Inglaterra, en su camarote del “Conflict”, Juan Manuel de Rosas habrá sentido un frío glacial corriendo por su espalda. Era el cruel puñal de la traición urquicista.

Las elecciones

Tras los festejos, los habitantes de Buenos Aires comenzaron a retomar las actividades habituales en un clima enrarecido. El Gral. Urquiza y los representantes de Buenos Aires, Santa Fe y Corrientes firmaron el Protocolo de San Benito en el que se asignaba al caudillo entrerriano la responsabilidad de dirigir las relaciones exteriores de la República. Un nuevo sapo pasaba por las gargantas de los porteños, que lo único que pretendían era que Urquiza tomara sus tropas y se mandase a mudar a su provincia. Surgieron nuevos periódicos donde los porteños harían públicas ideas, censuras y proyectos. Decretada la caducidad de la Legislatura Rosista, se convocó a la elección de Representantes para el 11 de abril. Ellos serían los encargados de elegir al nuevo Gobernador de la Provincia de Buenos Aires. El triunfo correspondió a la lista amarilla, integrada por unitarios y liberales de pura cepa, que venció con holgura a la lista que respaldaba al Gral. Urquiza. Un joven Bartolomé Mitre daba sus primeros pasos en la política y en la prensa de Buenos Aires: “Las urnas electorales respondieron a los deseos del pueblo, y su candidatura obtuvo un triunfo completo sobre la que se decía del gobierno”. Urquiza comenzaba a sentir la hostilidad de la burguesía porteña que poco hacía por ocultarla; La sola idea de un hombre del interior moviendo los hilos de “su” Buenos Aires los hacía bramar de odio e indignación. Pero el entrerriano era bastante pícaro. Tres días después, aprovechando una visita recreativa al “campo glorioso de Morón”, en un brindis sugirió que “El venerable Don Vicente (López y Planes) es acreedor por sus virtudes a continuar ocupando la primera magistratura de la provincia y puede contar con las simpatías del ejército libertador como creo que cuenta con el aprecio general de sus conciudadanos”. El Dr. Valentín Alsina, que seguramente iba a ser elegido por la mayoría de los flamantes Representantes, sonrió amargamente y tragó sin pestañear el vaso de lava ardiente que acababan de servirle.

El interior y sus miedos

El 1º de mayo la Sala de Representantes designó como Gobernador al veterano y multifacético Vicente López, quien intentó convencer a los funcionarios que lo habían acompañado durante el interinato para que continuaran a su lado. Todos aceptaron. O mejor dicho, casi todos. Valentín Alsina, que había retirado a regañadientes su candidatura, le dio la espalda y paso a formar parte del multitudinario elenco opositor a los pocos días. Mientras tanto, en las distantes provincias del interior los interrogantes ante el nuevo estado de situación se multiplicaban. Todos los gobernadores se despertaban transpirados de madrugada intentando adivinar cuales serían las intenciones del Gral. Urquiza para con ellos. La incógnita pronto quedó revelada. El caudillo encargó al Dr. Bernardo de Irigoyen visitar o enviar emisarios a cada provincia dejando en claro que la integridad e independencia de cada una de ellas sería respetada. Los gobernadores recibieron una convocatoria que los invitaba a presentarse en San Nicolás de los Arroyos el 20 de mayo provistos de autorizaciones de las respectivas cámaras legislativas para “aunar sus pensamientos políticos y tratar de cerca los intereses generales de la Confederación”. Llenos de dudas, por temor o convicción, todos aceptaron.

El proyecto truncado

Las cosas estaban complicadas en Buenos Aires para Urquiza. Con el único respaldo de su poderío militar y de algunos porteños recién llegados que creían en sus buenas intenciones, el entrerriano tenía un enemigo oculto detrás de cada saludo, carta o reverencia. Ante la inminencia de la trascendental reunión de San Nicolás, un hombre de su confianza, el correntino Juan Pujol, presentó un viejo proyecto de capitalización de Buenos Aires de los tiempos de Bernardino Rivadavia, donde se federalizaba la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, dividiendo el resto en dos nuevas provincias con sede administrativa en Dolores y la propia San Nicolás. Desde ya, el territorio nacionalizado quedaría bajo la tutela de Urquiza, quien era en los hechos el hombre que tenía la sartén por el mango. El proyecto era un golpe mortal para las aspiraciones de la burguesía porteña que súbitamente vería escurrir entre sus dedos una jurisdicción que consideraban como propia. La idea de Pujol también incluía convocar a dos representantes de cada provincia en la reunión de San Nicolás y el otorgamiento a Urquiza de “todos los poderes nacionales”; Esto era el manejo de las relaciones exteriores, las milicias y las rentas aduaneras. Casi nada. Los porteños, encabezados por Valentín Alsina, pusieron el grito en el cielo en una reunión con Urquiza y el proyecto se dejó de lado. “Al menos eso pensaron los hombres de Buenos Aires...” .

El Acuerdo

La reunión de San Nicolás se demoró para el 26 de mayo y hacía allí fueron Urquiza, Vicente López y el resto de los gobernadores. “Todos querían firmar y volverse cuanto antes. Ni Urquiza ni los gobernadores querían arriesgarse a estar fuera de sus sedes por mucho tiempo”. Con solo alzar la vista, siempre podían observar la bandada de cuervos volando en círculo que esperaba el mejor momento para descender hacia su presa. Con escasas excepciones, así transcurrían los días de los gobernadores de las provincias argentinas del siglo XIX. En Buenos Aires se sospechaba que el proyecto de Pujol sería ratificado a espaldas de Buenos Aires y por tal motivo la Sala de Representantes no puso demasiado entusiasmo en dotar de facultades al gobernador. Tras algunos debates, se resolvió, entre otros puntos, otorgar al Gral. Urquiza la suma de los poderes nacionales y provinciales, el control de las milicias de todas las provincias que pasarían a funcionar bajo la órbita de la Confederación, el manejo de los dineros generados por todas las aduanas y la convocatoria a un “Congreso Nacional Federativo” para discutir el nuevo marco institucional que tendría la incipiente Nación Argentina. Allí deberían presentarse dos diputados por cada provincia sin importar la cantidad de habitantes, es decir que la opinión de la opulenta Buenos Aires se equipararía, por ejemplo, con la de la paupérrima Tucumán. Con el trámite listo y la tinta del Acuerdo todavía húmeda, los gobernadores regresaron rápidamente a sus provincias rogando no encontrar al llegar la gritería de una revolución triunfante.

Interpelación

Si bien el proyecto de capitalización y división de la provincia de Buenos Aires había quedado fuera del texto del Acuerdo, cuando este fue conocido en Buenos Aires la prensa opositora puso el grito en el cielo. Había que defender los privilegios del puerto. “Es un acto infame en todas sus partes...” bramó el Dr. Vélez Sársfield en la Sala de Representantes, rodeado de una mayoría que veía en Urquiza a un odiado enemigo. Recién el 12 de junio el Acuerdo de San Nicolás fue presentado oficialmente en la Legislatura. El veneno derramado en los periódicos caldeó los ánimos de los legisladores que se aprestaban a interpelar a los ministros del pobre Gobernador Vicente López que había quedado en el medio de dos feroces adversarios. El 21, llegada la hora de los debates, la Sala era un hervidero. El gobierno solo contaba con dos diputados a su favor; el resto afilaba los puñales con que destriparían a los ministros Vicente Fidel López, Juan María Gutiérrez y Enrique Gorostiaga, que semejaban tres ratones inmersos en un verdadero nido de víboras. “Mas que ministros informantes parecían reos a la espera de una segura condena”. Iniciada la sesión, un joven y radiante Bartolomé Mitre tomó las riendas del carro de los opositores y comenzó a disparar sus dardos entremezclados en una oratoria “elegante y enérgica” que encendía y hacia explotar las tribunas ante cada diatriba. “La juventud porteña descubrió esa tarde a quien habría de ser por largos años su ídolo”. Los ministros trataban de hacerse escuchar ante las “exclamaciones de desaprobación” que brotaban desde la sala y las barras que circundaban el ámbito del debate. Emponzoñado por la efervescencia del entorno, Mitre lanzaría una de sus frases mas recordadas, dirigiéndose al “pacífico” ministro Juan María Gutiérrez: “He pasado mi vida en los campamentos y mi oficio es echar abajo a cañonazos las puertas por donde se entra en los ministerios”. Un preciso y poco edificante auto-retrato del joven artillero del Ejército Grande. Con los libros del derecho en una mano y un garrote en la otra, el Dr. Vélez Sársfield negaba en un elocuente discurso legalista las facultades de los gobernadores para dotar al Gral. Urquiza de los amplios poderes que le habían asignado. Desde ya, la razón estaba de su lado. Pero había que considerar la irregular situación institucional en que había quedado la Confederación Argentina tras el derrocamiento de Juan Manuel de Rosas. Tomó la palabra el Dr. Vicente Fidel López, hijo del Gobernador, quien antes de entrar en tema descalificó las palabras de Mitre, por considerarlas “flores marchitas de retórica que nada envolvían”, y luego zamarreo al Dr. Vélez Sársfield recordándole al cordobés su pasado entusiasta en los pasillos del rosismo. Cuando se refirió al Acuerdo, lo hizo con atinadas palabras intentando mostrarlo como el primer mojón de un proceso que permitiría “construir el nuevo orden nacional”. Cuando su discurso había comenzado a surtir efecto entre los diputados y la barra comenzaba a escucharlo en silencio y con atención, el “pequeño y fogoso” porteño urquicista se emborrachó con sus propias palabras y, perdiendo decididamente los estribos, atacó con dureza inusitada al pueblo de Buenos Aires acusándolo de “haberse arrastrado a las plantas de un dictador (Rosas), tirano atroz que hacía andar errantes a los ciudadanos, y ha pagado los puñales y agentes que llevaban por misión perseguirnos en el extranjero como bestias feroces tan solo porque habíamos sido, o éramos, partidarios de las libertades constitucionales de ese mismo pueblo”. Fueron las palabras equivocadas en el lugar equivocado. El enjundioso diputado había lanzado una bomba en el medio de la Sala. Desde la barra, repleta de “tenderos y estudiantes que hasta ayer estaba con Rosas y ahora se entusiasmaba con los gerundios de Mitre”, comenzaron a llover los gritos, insultos y amenazas. “¡Afuera el Ministro!”, “¡Bandido!”, “¡Traidor!”. Las protestas del público y los diputados opositores no fueron suficientes para callar al diminuto legislador que valientemente continuó con su invectiva hacia los desencajados porteños: “...mi patria es la República Argentina y no Buenos Aires... me empeño en que salga del fango de las malas pasiones que la postraron en la tiranía en que se ha mecido por veinte años...”. Tras repetir que solo tomaba en cuenta las palabras del Dr. Vélez Sársfield, miró de reojo a Mitre y le disparó: “sus palabras son una hacinación de frases truncas, de lugares comunes... me hacen el efecto de esos cadáveres adornados con moños y encajes...”. En un ambiente infernal, el cuerpo legislativo rechazó por amplia mayoría el Acuerdo de San Nicolás y el Presidente de la Legislatura dio por cerrada la sesión. Los ministros debieron salir protegidos por la fuerza pública que tuvo que esforzarse para ponerlos fuera del alcance de un público dispuesto a lincharlos. Los porteños estrenarían esa noche la costumbre de acompañar a Bartolomé Mitre, entre vivas y felicitaciones, hasta su hogar.

Urquiza al poder

La violenta sesión y la enfervorizada resistencia de la Legislatura a aprobar el Acuerdo de San Nicolás guillotinaron en seco al escasamente representativo gobierno de Vicente López. El 25 de junio renunció en una nota que la Sala de Representantes aceptó sin derramar una sola lágrima. Rápidamente se dispuso que su Presidente, Manuel Guillermo Pinto, asumiera interinamente el poder ejecutivo de la provincia. Cuando Urquiza se enteró de las alarmantes noticias, no anduvo con medias tintas. Asumió la Gobernación de la provincia de Buenos Aires ante “el estado de cosas completamente anárquico” y dispuso la movilización de sus tropas asumiendo el control operativo del Arsenal y del Fuerte de la ciudad. Los hombres de Buenos Aires mas radicalizados convocaron a alzarse en armas pero, seguramente intimidados por la superioridad evidente de los hombres de Urquiza, la convocatoria fue escasa. La prensa opositora fue acallada. El Dr. Vélez Sársfield fue “invitado” a retirarse a Montevideo, Mitre fue a dar con sus huesos tras las rejas y Valentín Alsina fue rescatado de la cárcel por diplomáticos extranjeros con el compromiso de aquietar su actividad revolucionaria. Tras un brevísimo mandato, Urquiza repuso en el poder a Don Vicente López, quien a los pocos días, cansado de los manoseos dejó el cargo y se fue a descansar lejos de los desquiciados que se despellejaban por el poder. Al no encontrar un porteño de confianza en quien depositar el bastón de mano, el entrerriano debió asumir el cargo y nombró a un Consejo de Estado integrado por antiguos rosistas, rivadavianos e independientes. Sofocadas las voces del grupo disidente, los días pasaron con relativa tranquilidad mientras se elegían los Constituyentes que representarían a Buenos Aires en el Congreso a reunir en agosto. Tras unas fraudulentas elecciones, “bajo el imperio de la fuerza”, fueron designados como Diputados Convencionales Constituyentes, Salvador María del Carril, años antes verdugo intelectual de Manuel Dorrego, y Eduardo de Lahitte. Para algunos, se acercaba la soñada jornada donde comenzarían a debatirse los nuevos destinos de la ensangrentada República Argentina. Para otros, había comenzado la cuenta regresiva hacia la revolución.

En las sombras

La pequeña y polvorienta Santa Fe comenzó a recibir los diputados que llegaban desde las provincias. El Gral. Urquiza ya tenía listos los baúles para partir hacia el evento que lo catapultaría hacia la gloria. Su afortunada estrella había determinado que sería el, y no otro, el principal responsable del intento definitivo de promulgar una Constitución Nacional para todos los argentinos. Antes de partir, transfirió el mando a otro entrerriano, el General Galán, que se quedaría en Buenos Aires con el ejército de línea. Excesivamente confiado en su poderío, el caudillo entrerriano decreta ”una amnistía a todos los argentinos que por causas políticas hayan sido expulsados del país o se hallen fugitivos”. Mientras tanto, el embajador inglés William Gore Ouseley escribe al gobierno de su país: “El partido unitario intenta hacer una revolución contra el Gral. Urquiza durante su ausencia. No solamente conspiran los ex-unitarios con Alsina (Valentín); También los ex-federales trabajan en eso. Tienen la adhesión de jefes militares con mando de tropa. Participan miembros de la disuelta Legislatura y hasta hombre de su Consejo de Estado”. Evidentemente Urquiza estaba con la cabeza en otra cosa. El 7 de septiembre lo despidieron con un banquete en el Club del Progreso, flamante entidad de reunión de la distinguida burguesía porteña. Más de un comensal habrá hecho ingentes esfuerzos para ocultar la sonrisa al ver al incauto entrerriano levantar su copa brindando “por el Libertador y los esclarecidos representantes”.

La revolución

El 8 de septiembre, Urquiza y sus hombres, entre ellos varios Diputados Constituyentes, abordaron un barco inglés que los depositaría en Santa Fe. Los hombres de Buenos Aires fijaron para la noche del 10 el inicio de la revuelta. Desconocían hasta que punto la insurrección tendría efecto en la población y las milicias por lo que prefirieron esperar a que Urquiza estuviese lo más lejos posible. Fueron demasiadas precauciones para nada. El 11 de septiembre las tropas correntinas fueron sublevadas sin mucho insistir y las milicias porteñas se apoderaron fácilmente de la Plaza de la Victoria y del Fuerte. Galán, el hombre designado por Urquiza para cuidar su espalda, fue despertado en su habitación de Palermo y sin muchas protestas, se encaminó hacia Luján con los entrerrianos. Era el triunfo de la revolución. Ni una gota de sangre. A los pocos días la Legislatura funcionaba nuevamente y la prensa retomaba sus inflamadas críticas al “tirano” y “degollador” Urquiza. Comenzó el tradicional reparto de dinero a los comandantes militares para solidificar la revolución y, como es de imaginar, los mismos hombres que habían agasajado a Urquiza antes de partir, organizaron un nuevo banquete para premiar a los revolucionarios, esta vez en el Teatro Coliseo. “En un momento, a pedido de los concurrentes, Valentín Alsina y Lorenzo Torres se estrecharon fraternalmente. El abrazo del Coliseo que unió al jefe unitario con el jefe rosista fue el símbolo de la unidad porteña contra el prepotente entrerriano”. Resume con certeza la historiadora María Sáenz Quesada: “El puerto no admitiría liderazgos nacionales que no proviniesen de su seno”. Cuando Urquiza se enteró de la revuelta, se acercó hasta San Nicolás con intenciones de aplastar a los sublevados. Pero no tuvo éxito en la convocatoria. El ejército de entrerrianos, al mando de Galán, que volvía desde Buenos Aires se fue deshilachando en el camino y solo llegaron 2500 hombres exhaustos. Urquiza debió retornar a Santa Fe sabiendo que había perdido la única gallina del país capaz de poner huevos de oro. Las que tenía en el corral solo ponían huevos comunes.

Conclusión

Y así fue nomás. Por 10 años Buenos Aires y la Confederación Argentina pasarían sus días separados en dos Estados independientes. En ese período aciago la generosa sangre de los argentinos inundaría los campos linderos al Arroyo del Medio en las batallas de Cepeda y Pavón. Como puede verse en estas líneas, la Revolución del 11 de septiembre de 1852 fue el triunfo de una elite de la sociedad porteña a horcajadas del odio y menosprecio hacia todo lo que representaba el interior que, desde ya, tenía sentimientos coincidentes hacia los hombres del puerto. Ambas partes en disputa chocaban sus cuernos con violencia irracional, enceguecidas por el brillante resplandor del oro que generaba la Aduana de la Gran Aldea. No fueron días de loables intenciones, ni de sinceros renunciamientos, ni de actitudes heroicas. Poco hay para recordar que merezca los honores de una sociedad. En los años que corren, los provincianos que hemos llegado a esta verdadera “tierra de oportunidades” en busca de nuestros sueños, hemos sido recibidos por los hombres de Buenos Aires con fraternal afecto y desinteresada generosidad. Sabedores de las dificultades que arrastrábamos, sin más capital que un alma golpeada por el destierro y un par de brazos para trabajar, nos abrieron las puertas sin preguntar que teníamos para dar. Esos porteños no merecen ser homenajeados recordando el 11 de septiembre de 1852. Merecen más. Merecen mucho más.

[Continúa en Iluminados]

Bibliografía

"Historia de la República Argentina", Emilio Vera y González, 1926
"La República dividida", María Sáenz Quesada, 1974
"Historia Argentina", José María Rosa, 1991
"Campaña en el Ejército Grande", Domingo F. Sarmiento, 1997

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